El dilema del pan

El horno de una panadería.
El horno de una panadería.
Laura Uranga

En la fila del panadero se aprenden muchas cosas. Basta con escuchar. Un tema recurrente es el tiempo. Hablar de la meteorología es un comodín muy socorrido, pero no solo. Muestra dosis de sabiduría situada, esa que interpreta el cosmos local. Y esto, en cada lugar, tiene sus claves. Interpretar el rumbo de nubes y vientos, anticipar si lloverá o no, además de ayudar a elegir entre paraguas y chubasquero, arraiga a las personas en su entorno. Nos hace parte del territorio (lo imaginario), de sus gentes (lo simbólico) y de una tierra (lo real). En esa triple articulación se tejen tradiciones y hablares propios donde se decanta la vida cotidiana.

En la fila del pan suelen estar las gentes mayores de cada lugar, algún ‘medio joven’ y, si es a primera hora, los más pequeños que se caen de la cama porque no han trasnochado. Esto solo sucede en aquellos lugares donde el panadero viene de fuera, a una hora y en unos días concretos de la semana. Es una experiencia netamente rural, en las ciudades sobran panaderías. O mejor dicho, se vende pan de todo tipo y a cualquier hora. Es más, se vende pan en puestos donde ni siquiera saben cómo se fabrica. En estos casos, incluso se anuncia recién horneado. Una auténtica paradoja de nuestro tiempo. Las barras llegan congeladas y se sirven en su punto a demanda. Aparece un pan o una baguette -para los más finos-, sin mediar harina ni levadura. Es similar a la leche que se bebe y se vende desde supermercados hasta en gasolineras. Ese líquido blanco pasteurizado, aséptico, con, semi o sin nata, más o menos calcio, omega 3, magnesio, etc., llega al tazón sin que sepamos dónde está la vaca. Sin que sepamos dónde vive el ganadero; sin conocer los pastos donde se alimentó el animal o el establo donde ordeñaron. Pero esto también sucede en la mayoría de nuestros pueblos, donde, si han tenido suerte, también ha llegado la sociedad digital.

Si el pueblo tiene cobertura de calidad, hasta se puede comprar por Internet. Y esto transforma el panorama. En la sociedad digital se hibridan las pautas cotidianas, combinando usos de siempre con prácticas de interacción y comercio tecnológicamente avanzadas. Un asunto a resolver es cómo articular una demanda suficiente para que la oferta alcance el desierto demográfico en que hemos convertido nuestro país, Aragón. Si eso se consigue, con un buen ancho de banda y unas buenas carreteras -aunque sean estrechas y de montaña-, las comunicaciones permitirán ‘capilarizar’ el territorio. Entonces la sangre volverá a correr por nuestro país durante todo el año. No como ahora, cuando se alternan la saturación en vacaciones y la necrosis el resto del tiempo. Pero no será sencillo, nos gusta consumir pan recién horneado disponible a todas horas y no pensar en sus consecuencias.

En la fila del panadero se aprende a medir la compra y ajustar su duración. Luego, en cada casa vienen los distintos usos y preferencias: ¿tostadico o más blanco?, ¿tierno o bien cocido?, ¿con o sin mucha corteza?, ¿coscurro o miga? Pero la pregunta esencial es ¿cuánto comprar? Cuando no se tienen tiendas disponibles las 24 horas los 365 días, el marco de referencias cambia. Y a esto se añade el dilema clásico en muchas familias: ¿pan de hoy o el que hay?

Suele darse una curiosa división. Por un lado están quienes empiezan siempre por el pan recién comprado. Cuando no tienen opción, pasan al disponible en la panera y si está duro, o bien lo rechazan o se conforman. Por otro lado están quienes siguen el orden de compra intentando no tener pan seco. Los primeros suelen argumentar que es ridículo comer pan de ayer, cuando tienes el más reciente. Los segundos insisten en ceñirse a lo que hay. Los primeros suelen tener paneras abundantes donde crecen los restos de pan duro. Los segundos disfrutan cuando su compra se ajusta al consumo. En esto el abanico se abre entre estos dos extremos, pero seguro que hay más alternativas. El dilema del pan nos sitúa ante el espejo, cada quien verá qué modo de consumo prefiere.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza