27 kilómetros
Tras abandonar la autovía y tomar el antiguo desvío comarcal, la carretera se esfumaba como un vaporoso espejismo. Lo que en tiempos fuera una modesta calzada asfaltada, se había convertido con el paso de los años en un sinuoso camino de socavones y baches; un polvoriento meandro de gravilla y tierra sitiado por una vegetación indomable que, en la refriega del tiempo, reclamaba aquel territorio como parte sus dominios.
Veintisiete kilómetros de curvas infinitas y vertiginosos cambios de rasante hacia un recóndito pueblo de las Cinco Villas, hacían de aquel trayecto un peregrinaje infernal, o al menos, así lo atestiguaban algunos forasteros despistados que, de forma casi siempre accidental, acababan en el bar del pueblo implorando indicaciones para regresar a la civilización.
Suplicaban regresar a su jungla de cristal, a su mundo anónimo e impersonal, en la búsqueda ficticia de la compañía en soledad. Mi paraíso en cambio, se encontraba en aquel peregrinaje infernal.