Él sonrió

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Háganse cargo de la situación:


Tras trabajar en la Expo, encadenó dos o tres empleos temporales en un año y medio. Desde 2010 nada más. A punto de quedarse sin ingresos, no podría pagar el alquiler del piso que compartía con su anciana y viuda madre. La velocidad con la que desaparecían los amigos, en esta comprometida situación, era directamente proporcional a la que se acercaba el final de la prestación por desempleo…Sin expectativas de un feliz desenlace en un plazo razonable, la situación tomaba visos de convertirse en desesperante. Y a su alrededor no había nada que le permitiese transformar los negros nubarrones en que estaba inmerso, en un agradable atardecer de primavera.


Pero un viernes, ocurrió el milagro. Volvía en autobús de la enésima entrevista del mes, frustrada, ya sabía el resultado de antemano, y se disponía a bajar en la Plaza de España, cuando, fiel a sus costumbres, cedió cortésmente el paso a una encorvada anciana que iba con una niñita de apenas cuatro años. Muy despacio, muy despacio, y ayudándose con su bastón en una mano y con la manita de la criatura en la otra, consiguió finalmente llegar a la acera. Él esperó a bajar a que lo hubiera hecho la pareja, lo cual casi le vale continuar su viaje una parada más, pero en el último momento pegó un oportuno brinco que le puso al lado de la abuelita y su nieta. Ellas únicamente tuvieron una reacción. De forma sincronizada, giraron la cabeza hacia él, le miraron y ambas sonrieron. Y siguieron su camino agarradas de la mano.


Esa sonrisa sólo le hizo saludar con la cabeza, haciendo un mohín con su boca que borró la cara de pena que llevaba desde hacía días. Pero sin saberlo, deshizo los nubarrones que le atemorizaban como barre el cierzo las hojas muertas de otoño.


Apenas pasaron dos minutos. Bajaba por Don Jaime camino de su casa, pero al contrario que otros días pasados no iba mirando al suelo. Observaba a su alrededor, a la gente. Lo que había pasado en la parada de autobús, le había sacado del aturdimiento en que últimamente vivía.


Él lo vio con bastante antelación, pero el chico no. Era casi de su misma edad. Iba hablando por el móvil. Estaba ensimismado, sonriendo. Hablaba con su novia, seguramente, puesto que su voz era acaramelada. Hablaba de lo que la quería, de lo felices que iban a ser…


Se paró. Y el chaval no. Y chocaron. Pero inmediatamente el chico pidió disculpas sonriente, y siguió andando y hablando. Y él estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Y siguió caminando y pensando…


Fue entonces cuando decidió salir un rato a la noche por el Casco Viejo.


Salió sin rumbo, sin haber llamado a ninguno de los pocos amigos que le quedaban. No es que no tuviera ganas de compañía, simplemente quería verificar una idea que revoloteaba por su cabeza; que no todo era tan oscuro como los cuadros que la paleta de su mente y el pincel de su ánimo habían pintado y que había tenido que observar últimamente. Que podía haber cuadros luminosos y rebosantes de color y esperanza si el artista los imaginaba así.... Y efectivamente, así lo constató.


Cuadrillas de jóvenes disfrutaban en corros de la algarabía nocturna, había despedidas de soltera, con la novia de sevillana, había extranjeros, había bromas, había risas, había mucha vida.


Seguramente, pensó, no todos ellos tienen trabajo. Posiblemente más de uno esté en mi misma situación. Pero nadie está triste, nadie está sólo en un rincón, llorando. Unos bebían, muchos intentaban ligar, todos se divertían.


Y él estaba empezando a abrir los ojos y comenzaba a sentirse liberado. seguía teniendo las mismas preocupaciones que a la tarde pero algo le decía en su interior que, con sacrificio, con moderado optimismo y con tenacidad, podría conseguir arrinconarlas y vencerlas.


Con ese pensamiento dio por finalizada y satisfecha su incursión nocturna, pues no necesitaba más, había satisfecho la confirmación de esa rebelde sospecha que se instaló en su mente al principio de la noche. Y comenzó a regresar a casa.


Fue entonces cuando, por azar, se encontró con ella. Estaba con cuatro o cinco amigas, aunque un poco apartadas de ellas. Estaba muy seria, tal vez porque una de sus compañeras estaba discutiendo con otra, sobre a qué bar querían ir.


Presa de la emoción del descubrimiento que acababa de hacer, no pudo evitar espetarle un:

- ¡Chica, sonríe un poco!

Y ante su atrevimiento incontrolado, no pudo dejar de andar con cierto sonrojo, pues no era habitual en él ese comportamiento. Pero antes de que la dejara atrás, no pudo evitar ver la chispa que surgió de los ojos de la chica, sorprendida por esa intromisión repentina en su espacio emocional.


Él siguió andando, pero necesitaba saber una cosa, antes de poder volver definitivamente a su casa. No se apresuró, pero completó una vuelta a la manzana de forma que en un par de minutos se volvió a encontrar con la joven, que estaba junto con sus colegas, con la misma distribución que hace unos instantes.


Esta vez, la chica le vio venir. Le sostuvo la mirada unos largos segundos.


Él aminoró, todavía más si cabe, su lento caminar, de forma que prácticamente estaba parado junto a la chica.


Y ella dibujó una brillante sonrisa. Una sonrisa que era a la vez estallido de calidez, de cercanía y de agradecimiento, y que iluminó todo lo que había a su alrededor como si de día fuese.


Y entonces, sólo entonces, pero ya para siempre, sucedió:


Él sonrió.

Javier Navarro Román