Testimonio de un aragonés herido

None

Nunca podré olvidar el dolor de aquellos días. Yo solo era un niño pero consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Me habitué al aroma de la pólvora y al sonido de los cañones. Aragón estaba en guerra, una guerra diferente a todas las anteriores.

El ejército más temible atacaba nuestras murallas y frente a ellos, los aragoneses, desnudos, pero dotados de gran valor y lealtad. Ellos tenían las armas, nosotros, el corazón. Campesinos, mujeres y religiosos, todos se convirtieron en soldados.

Lo más doloroso era esperar el momento en el que nuestros soldados dejaran el frente y volvieran con vida. En mi casa, el soldado era mi madre. En cada partida hacia su puesto en la batalla, se despedía de mí y con su estampa de San Jorge me decía: “No te preocupes hijo, Él está conmigo, nos ayudó contra los moros, ahora, contra los franceses.”

El 27 de junio mi madre olvidó la estampa, me apresuré y salí del refugio para dársela, pero ya era tarde. Sentí como si un disparo me atravesara el pecho, dejando una herida que nunca cerraría. Reconocí su cuerpo entre los escombros, aún con vida, en un susurro me dedicó sus últimas palabras “Nunca te rindas” y se durmió para siempre.


Beatriz Prat Fernández