Epílogo

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Concluyo aquí la carta que escribí hace tiempo y dirigí a mi hermano. Difícilmente podrás leerla, Inazio; acaso un día pase ante tí flotando entre las aguas del Ebro, superviviente a presas y turbinas.

La noticia produjo un gran alboroto; tras un instante de estupor e incredulidad ("han cerrado las compuertas", "¡no puede ser!", "lo va gritando Pepito Sinasunto"), la gente fue saliendo de sus casas y todos juntos nos dirigimos a la Costereta: desde allí vimos que nuestro río, desbordado, era ya una gran masa de agua. Casi toda la huerta estaba anegada y el camino a Plasín completamente cortado. Algunos bajaron corriendo a rescatar enseres y herramientas de sus casetas y pajares; la mayoría seguimos contemplando hipnotizados cómo aquellas lenguas de espuma sucia devoraban lentamente la orilla.

Al poco rato aparecieron los camiones, levantando una gran nube de polvo. Cuando ésta se disipó, ya todos los guardias habían desembarcado y comenzado a desplegarse. Un oficial avanzó hacia nosotros:

- Préstenme atención, por favor. No pueden quedarse aquí, están ustedes en peligro, así que recojan a su familia y sus cosas más necesarias. Les llevaremos a zona segura -tras él, a corta distancia, bullía un grupo de guardias.

- ¡Ah!, y ¿ande, pues? –gruñó escéptico Miguelón.

- Fuera del valle, desde luego; si quieren, a Tinués –contestó, señalando hacia arriba, al pueblo nuevo.

- ¡Una mierda, Tinués! ¡Tinués ye isto! –Miguelón apuntaba a sus pies.

- En todo caso –continuó el oficial, ignorándolo-, tenemos órdenes que cumplir y no tengan ninguna duda de que se ejecutarán. Han sido ustedes debidamente apercibidos, el plazo venció hace dos meses, así que colaboren con nosotros o deberán atenerse a las consecuencias. Y tengan en cuenta que el agua sigue subiendo. Quizá mañana el camino quede cortado, así que les recomiendo que saquen sus cosas inmediatamente para cargarlas en los camiones y poder trasladarlas; por supuesto, habrán de limitarse a lo más preciso.

Hubo entonces un espeso silencio; Miguelón apretaba los dientes, tenso, próximo a saltar. Tres o cuatro vecinos lo rodearon, no supe si para respaldarlo o sujetarlo. No hubo ocasión: a un gesto del oficial, un pelotón de guardias irrumpió en el grupo y detuvo a Miguelón que, aunque se debatió frenéticamente, fue pronto reducido y conducido a un camión. Los demás vecinos, paralizados, sólo reaccionaron a los gritos de "¡disuélvanse!", "¡vayan a sus casas" y terminaron por irse, unos más deprisa, otros más renuentes, a rebañar sus pertenencias.

A mí eso no me preocupaba; tenía poco y nada quería. Tampoco tenía ganas de huir y menos aún de dejarme llevar. Me había hecho gracia lo de la "zona segura", pues ¿qué seguridad podía haber para mí, excepto la de una muerte próxima? A esas alturas ya había sobrepasado en cuatro meses el término que me había pronosticado el médico; mi debilidad era ya grande, mis posibilidades muy escasas.

Sin fuerzas, sin esperanza, aún contaba con el miedo. Miedo a los guardias, al exilio, a la muerte. Sólo ansiaba ganar tiempo, rascar horas a la vida... Me decidí entonces: yo vine a quedarme, y aquí me quedaría.

Debía esconderme, pues, y rápido, pero ¿dónde? En mi casa, no, desde luego, acabarían batiendo todas las casas; además, quedaba un poco baja, pronto el agua la cubriría. En un sitio alto, entonces. ¿Cuál? Allí, la ermita, tenía que ir a la ermita.

Volví a casa y cargué mi morral. Algo de comida, agua, una manta. Esperé a la noche, nadie debía verme. Salí con sigilo y enfilé vacilante la trocha de la ermita.

Jaleo en las casas, están empaquetando sus vidas. A mí me viene bien, así no me oirán. ¿Qué es esto? Una sombra rápida y jadeante choca conmigo y me rodea. Ah, es Rebelde, el perro del Brozas, que normalmente es iracundo y terco. Pero no esta noche: se limita a seguirme, adaptando su paso a mis tropezones. Seguimos subiendo, el camino parece eterno. He de parar dos veces, el perro me observa paciente. Arriba, continúa, has de llegar. Y llegamos… Para, respira, piensa. Más alto, hay que ir más arriba… El campanario.

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Desde mi altura les he visto marcharse; se fueron todos, tristes y cansinos, arrastrando penas y equipajes. Algunos habían cargado carros con sus pertenencias, de las que luego fueron despojados por los guardias; a los lados del camino se fueron amontonando fardos y muebles, paquetes y colchones. Otros, para evitar esto, rechazaban los camiones y continuaban con su carga, ladera arriba, rumbo a quién sabe dónde. Y otros, finalmente, fueron hacinados en los camiones y sacados del pueblo contra su voluntad.

También Carmen se fue, sin aspavientos, más inquieta que triste; aún pude escuchar cómo le gritaba a Manoler: "¿Alguien ha visto a Martín?". Finalmente, se fue. Se fueron todos.

El agua continuó subiendo, más lenta ahora. Una mañana comprobé que el cerro de la ermita se había convertido en un islote. Con un náufrago. Yo.

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Hace unos días se terminó la comida, y al poco también el agua. Lo de la comida no me importa mucho, apenas puedo comer; la mayor parte de la que tenía se la eché al perro. Pero la sed me devora, quizá tenga fiebre. Y no puedo imitar a Rebelde, que no tiene reparo en beber de ese agua turbia que envuelve la isla. A mí las piernas ya no me llevan y no me agrada abandonar mi refugio: temo ser descubierto y que vengan a por mí. Tienen botes, los he visto.

Paso el día adormilado, arrebujado en mi manta, pensando en lo que se fue, soñando en lo que ya no será. A ratos escucho al perro, que persigue qué sé yo por el interior de la ermita, rascando las losas con sus pezuñas.

Siento una extraña euforia por haber vencido a mi enfermedad: al fin no será ella la que acabe conmigo.

Pronto tendré que dejar de escribir; estoy derrengado y seco.

Abajo aúlla Rebelde.

Y yo agonizo de sed rodeado de agua.

Javier Atarés