Adultos

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El niño está confiado: es un día donde el sol dejar ver su atractivo entre nubes densas y sabe que al llegar a casa, después del telediario, verá una película en televisión, una de aventuras, y eso le hace esbozar una amable sonrisa porque, además, es posible que esas nubes amenazadoras se transformen en nubes grisáceas o negras, y así empiece a llover, y hay pocas cosas con las que el niño disfrute más que con lluvia en el exterior mientras disfruta plácidamente de una de las películas de aventuras que su padre le pone el fin de semana.


Sin embargo, a ese momento de alegría le sigue uno de zozobra, de igual intensidad, porque al mirar a su alrededor, el niño se ha visto solo, con la única presencia de las escaleras que conducen a la fachada de la antigua Facultad de Medicina de Zaragoza. Es cierto que a su alrededor hay otros niños y otros adultos, pero ni rastro de su padre, que hace tan solo unos segundos estaba a su lado, y eso hace que la confianza de la que hacía gala al principio se marchite y palidezca ese futuro inmediato que ya dibujaba sentado confortablemente en el sillón, aguardando a ver la clásica sesión cinéfila del fin de semana. Y le provoca cierta inquietud el hecho de que lo planeado se emborrone ante un inesperado giro de los acontecimientos, y eso le hace sentirse frágil, le recuerda que aún no es un adulto, que parece lejano el momento de serlo, y todas esas sensaciones se agolpan mientras mira a un lado y otro de la calle, pero sin encontrar rastro de su desaparecido progenitor.


Entonces, se pone en el peor de los casos, y se pregunta si sería capaz de regresar solo a casa. Intenta hacer memoria y recordar cada uno de los paseos que han realizado por la ciudad, las veces que han cruzado el puente del río, un río que sabe que es el Ebro, pero entonces se da cuenta que no sabe los nombres de las calles, ni siquiera de la donde vive, y eso le incomoda, porque si quisiera decirle a alguien que le indicara cómo llegar a su casa no sabría cómo hacerlo.

Y justo a continuación, de manera encadenada y sin posibilidad de descanso, a la preocupación de sentirse perdido en el mundo, se une la inquietud de desconocer qué le ha sucedido a su padre, porque no piensa que él lo haya abandonado a propósito. Tiene que haber un motivo, y eso le provoca una sensación que le angustia, una desazón desconocida hasta el momento, quizá algo apreciado en el rostro de sus mayores en situaciones que no terminaba de comprender, pero que ahora hacen tambalear su habitualmente mundo de seguridades y complacencias.


El niño trata de evitar que el miedo le ahogue (sí, el miedo, aunque sea de día, haya gente por la calle y no haya brujas ni demonios visibles), y piensa diferentes posibilidades, valorando como opción más seria gritar el nombre de su padre, ya que, después de todo, quizá sólo se haya distraído y esté comprando el periódico en el kiosco de alguna calle adyacente. Si gritara bien alto su nombre, eso le alertaría y rápidamente acudiría al reencuentro con su hijo.


Pero si algo le ha sucedido a su padre y no está cerca… eso alertaría a todos los posibles demonios andantes de que él es un niño y de que está perdido, y eso podría ser peligroso (“Nunca hables con extraños”, le dicen siempre en casa), así que la duda lo corroe, no sabe qué decisión tomar, y mientras bascula en esa situación pendular, trata de aparentar normalidad, jugar subiendo y bajando los escalones que hay frente a la fachada de la antigua Facultad de Medicina, evitando hacer contacto visual con ninguno de los adultos que transitan y que pudieran esconder tras sus apacibles rostros al monstruo capaz de extinguir su infancia.


El niño tiene ganas de llorar, y sabe que como interrumpa su frenético subir y bajar por las escaleras lo terminará haciendo, y si llora algún adulto se acercará a él, y tiene miedo, mucho miedo, porque lo que él quiere es llegar a casa, y por eso, cuando ve el rostro de su padre alterado entre la multitud, viéndolo y acercándose a él, abrazándole y dando gracias a Dios por haberlo encontrado, el niño tiene la certeza de que está cómodo en ese mundo que denominan infancia, alejado de los rostros preocupados y perturbados de los adultos, un universo al que no tiene prisa en acceder, al menos mientras pueda sumergirse en el mundo de ficción encarnado por las películas de aventuras, donde ha descubierto que los peligros de los demás son compatibles con la comodidad siempre reconfortante hasta del espectador más precoz.

José Luis Ordóñez