La Ciudad Blanca

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El polvo del camino se estaba asentando aún, cuando decidió salir de su escondite y volver a la ruta. ¡Dio gracias a Dios por no haber sido descubierto! Debía alejarse más, pero tenía que hacerlo con cuidado, hacían batidas siguiendo la pista de todos los que habían conseguido escapar antes de que completaran el asedio.


Revisó su zurrón para ver qué le quedaba de sus escasas pertenencias: algo de queso, restos de un pan mohoso que consiguió antes de que se cerrara el cerco, unas frutas recolectadas de un campo abandonado. Con tan míseras viandas llevaba las pocas monedas que consiguió salvar.


Al ver pasar a los jinetes sin que se percibieran de su presencia se esperanzó y confió en que en un par de jornadas llegaría a terreno amigo. ¡Dos días! Dos días más y, estaba seguro, escaparía de la cautividad o ¡quién sabe de si algo peor! Dos días más y llegaría a la Ciudad Blanca, a Saraqusta y allí se refugiaría de los demonios que habían caído sobre su querida Barbastro.

Marcelino García Díaz