El oro de Canfranc

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  • Heraldo de Aragón

LA RUTA DEL ORO NAZI

Canfranc podría ser el escenario de una película como Casablanca, aunque de la historia de este paso fronterizo durante la Segunda Guerra Mundial tal vez queden algunos capítulos por escribir.

La ruta del oro nazi a la Península Ibérica, la presencia de las SS y la Gestapo, la puerta para la fuga de muchos judíos y hasta de los alemanes perdedores, y episodios de contraespionaje dignos de una novela de John Le Carré. Todo eso sucedió en Canfranc entre 1942 y 1945. La aduana internacional fue reabierta después de estar cerrada durante la Guerra Civil española (1936-39) para evitar una invasión desde Francia. Poco después, en los años 1942 y 1943, vivió una actividad que jamás volvió a recuperar hasta su cierre definitivo en 1970.

La supuesta neutralidad de España en el conflicto provocó que en esa época de convulsión en Europa llegaran a pasar 1.200 toneladas de mercancías mensuales en la ruta Alemania-Suiza-España-Portugal, entre ellas 86 del oro nazi robado a los judíos.

Alemania controló la aduana internacional de Canfranc durante la Segunda Guerra Mundial (1939-45) con un grupo de oficiales de las SS y miembros de la Gestapo, que residían en el hotel de la estación y en otro del pueblo. España no estaba en guerra, pero Franco tenía una postura de no beligerancia 'sui generis'. Debía devolver la ayuda que Hitler le proporcionó en la Guerra Civil, lo que se tradujo en enviar a Alemania toneladas de wolframio de las minas gallegas, un mineral fundamental para blindar sus tanques y cañones. Muchas de esas explotaciones fueron abiertas por empresas alemanas que operaban en España a través de la sociedad Sofindus (Sociedad Financiera Industrial), un holding alemán muy bien conectado con Demetrio Carceller, director del Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME), único organismo que podía comprar oro.

Los 'documentos de Canfranc', cuyo contenido desveló HERALDO, prueban que a cambio de esa ayuda estratégica para prolongar la contienda, España recibió al menos 12 toneladas de oro y 4 de opio, en tanto que a Portugal llegaron 74 toneladas de oro, 4 de plata, 44 de armamento, 10 de relojes y otros enseres, producto del expolio a los judíos. Estos datos pueden ser solo la punta del iceberg. Los originales de estos papeles, enviados al jefe de tráfico de mercancías de Madrid, no existen.

Documento donde se indica el transporte de lingotes de oro a través de la estación de Canfranc

Portugal era la puerta de entrada de mercancías de Suramérica y, al final de la Segunda Guerra Mundial, la de salida de muchos alemanes que se refugiaron en Argentina, Uruguay, Brasil o Paraguay. Por eso recibía más oro. "Había quesos de Argentina con una piel muy gruesa para aguantar el viaje o azúcar que llegaba a Lisboa", recuerda Julio Ara.

En Irún o Port Bou los nazis permanecieron al otro lado de la frontera, en la Francia ocupada, pero en Canfranc residieron en la parte española ya que en la estación, situada en España, había doble jurisdicción.

Conciertos en la estación

"Los alemanes vivían en la estación y celebraban hasta conciertos de piano en el comedor. Eran muy educados. Bailaban valses con las chicas de Canfranc y les regalaban chocolate. Ellos eran ingenieros o químicos y nosotros, unos ignorantes que tenían mucha hambre después de la guerra", confiesa un vecino de Canfranc que por aquel entonces tenía 14 años y ahora prefiere el anonimato.

Si alguna historia de amor se fraguó, como en Casablanca, no perduró. "Aunque estaban destinados en la parte francesa, no tenían inconveniente en pasar a la española. Algunos vivían en la fonda Marraco. Había seis oficiales fijos y otros de paisano, de la Gestapo, pero otras veces llegaban grupos de unos veinte soldados uniformados que venían del frente a descansar", agrega. Los vecinos de Canfranc, sacudidos todavía por los efectos de la Guerra Civil que hizo huir a algunos hacia Francia, casi no podían moverse del pueblo. Necesitaban un salvoconducto. "Desde Anzánigo, era una zona impermeabilizada", advierte un vecino.

Uno de los 'documentos de Canfranc', fechado el 24 de mayo de 1940 y firmado por el comisario jefe de la Unidad de Investigación y Vigilancia, recuerda que "todo aquel que viva en un punto distinto del 18 de julio de 1936 debe presentarse en ocho días en la comisaría con la relación de los que vivan en su casa, avales de dos personas y certificado de sus empresas". "El incumplimiento llevará consigo el regreso forzoso a su antigua residencia", advierte. Los carabineros, la Guardia Civil y los oficiales de las SS eran inflexibles con los robos de mercancías como los relojes que se llevaban a Portugal. "Se llevaron una caja y estuvieron buscándolos. Un chaval se llegó a ahorcar y a otro le pusieron una multa muy alta", cuentan en Canfranc.

A la falta de libertad de movimientos se unía el hambre, mitigada por las mercancías que descargaban. El salario medio de un obrero era de 200 pesetas al mes. Por eso, siempre se escapaba algo de los trenes para casa. "Cogíamos latas de sardinas, azúcar, aceite, café o la mistela que enviaban los portugueses de Madeira. Menos mal que pasaba mucha mercancía y podíamos llevarnos cosas, porque había mucha hambre", cuenta Daniel Sánchez, de 87 años, uno de los pocos canfraneros que puede contar que cargó cajas con lingotes de oro a sus espaldas.

El oro nazi llegaba en tren a Canfranc, según los documentos encontrados por el francés Jonathan Díaz en la estación en noviembre de 2000 a raíz de la grabación de un anuncio de Lotería de Navidad. Entre julio de 1942 y diciembre de 1943 llegaron 45 convoyes, seis de ellos con destino España ("importación" aparece en el papel) con 12 toneladas de oro, y el resto de "tránsito", rumbo a Portugal, que recibió 74 toneladas del metal precioso. Daniel descargaba el oro de los trenes de Suiza por el puente internacional y lo colocaba en unos camiones suizos que se encargaban de llevarlos hasta Madrid y a Portugal, a través de los pasos fronterizos de Badajoz, Valencia de Alcántara y Fuentes de Oñoro.

El historiador Pablo Martín Aceña, director de la comisión española que investigó las compras de oro nazi por España, recuerda que la Península Ibérica recibió estos cargamentos hasta agosto de 1945, por Hendaya, Port Bou o Canfranc, aunque no sabe en qué proporción. "Los servicios secretos de los aliados contabilizaron 135 envíos de salida en la frontera franco-suiza de Bellegarde hacia la Península Ibérica", apunta. Esos convoyes transportaron "un total de 300 toneladas". "Portugal compró mucho oro que había salido de Bélgica y Holanda. Lo que recibió España (el IEME) está claro por las cuentas que se investigaron en el Reichbank, el Banco Nacional Suizo y el IEME. Otra cosa es que empresas españolas suministradoras de Alemania cobraran en oro y lo depositaran en Londres o Zurich. Calculamos que entraron a España 20 toneladas de oro a cambio de volframio", señala Martín Aceña.

Ese volframio todavía se puede ver, 60 años después, en las vías muertas y muelles de la estación de Canfranc. Portugal y España exportaron este mineral a Alemania incluso cuando en 1944 los aliados presionaron al régimen de Franco para que dejara de hacerlo con el fin de concluir la guerra.

Jonathan Díaz: El descubridor

"Usé un líquido para tratarlos y recuperarlos. Fui recomponiendo la historia"

Jonathan Díaz, un francés de padres españoles de 40 años, viajaba a menudo con un autobús de la línea Oloron-Canfranc. Era el guía perfecto para los visitantes porque domina perfectamente el castellano. Su padre es un burgalés que emigró antes a Santander y su madre, una valenciana que también se marchó a vivir a Barcelona. Aventurero y curioso, Jonathan no da el aspecto de un Indiana Jones o de un Livingstone, pero, como él dice, encontró una bomba o un premio de la lotería.

Sostiene que descubrió los documentos abandonados en la estación poco después de que se grabara un anuncio de lotería de Navidad en octubre de 2000. Que una carta con el sello de Pablo Iglesias le llamó la atención porque es coleccionista y, al llegar a su casa, vio que detrás había un documento que decía: lingotes de oro. Esas historias que le habían contado muchas veces los abuelos de Canfranc por fin encontraban un viso de realidad. Había pruebas.

"Volví al día siguiente. Recogí todos los papeles y los dejé en una bolsa tapados para que no los dañara la humedad. Esos días había muchos controles antiterroristas en la frontera. Esperé a pasarlos a mi casa", recuerda.

Desde noviembre, los papeles se convirtieron en su obsesión. "Usé un líquido para tratarlos y recuperarlos. Fui recomponiendo la historia. En mayo, viajé a Zaragoza en busca de información y de ayuda, pero no me hicieron caso. Luego lo conté en Francia y Suiza. Los documentos están en una caja fuerte. No los negaré a los historiadores", asegura. ¿Y a Renfe? "Los documentos estaban abandonados. Ellos ni sabían que existían. Ya es de por sí bastante ridículo", apostilla. Nadie podrá pagarle haber sacado de la ignorancia a tanta gente.

Daniel Sánchez: El mozo de aduana

"Los carabineros nos vigilaban mucho cuando llevábamos el oro hasta los camiones suizos"

Daniel Sánchez tiene un carácter jovial a sus 87 años y pese a sus múltiples achaques de salud. Presume de haber cargado el oro a sus espaldas por el puente internacional de la estación de Canfranc, entre el tren procedente de Suiza y los camiones, también helvéticos, que lo transportaban hasta Madrid y Portugal.

Daniel era mozo de aduana. Lo mismo le tocaba el oro, que los relojes o el volframio. Para andar con el mineral, que él llama pirita, tenía que tomar leche para no intoxicarse. "No sabíamos de donde venía el oro y pensábamos que iba a Portugal. Había mucha hambre entonces. Cogías lo que podías de los trenes: latas de sardinas, mistela, café…", recuerda con Victoria, su mujer, al lado. Ella tocó el oro porque trabajaba en la fonda Marraco y allí se hospedaban los camioneros suizos y los oficiales nazis durante la guerra.

"Recuerdo que un camionero tenía mucha fuerza y levantaba a los dos hijos de la familia en brazos", rememora. "Los carabineros nos vigilaban mucho cuando llevábamos el oro hasta los camiones suizos, aunque a ellos les hubiera ido tan bien como a nosotros coger alguno, pero no se dio nunca el caso", advierte Daniel.

(Esta entrevista se realizó en agosto de 2001. Daniel Sánchez falleció el 20 de diciembre de 2001.)

Julio Ara: El hostelero

“Venía a menudo y sabía lo que pasaba con el oro"

A su madre la llamaban 'la herrera' porque su padre era herrero. Ella montó una fonda en Canfranc-estación para ayudar a la economía doméstica y se llamaba la Fonda de la herrera, como la cuesta donde está situada. Hoy es el Hotel Ara. Él es Julio Ara, de 82 años, y tiene muy claro lo que pasó en la posguerra en su pueblo.

"Aquí en el hotel se hospedaban los camioneros suizos. Habría unos quince. No estaban mucho. Cenaban y se marchaban. No había mucha relación porque no sabían hablar castellano. Yo estaba trabajando de cocinero en Candanchú, pero venía a menudo y sabía lo que pasaba con el oro", asegura. "Además, aquí pasaba mucho judío que quería huir de la guerra. Tenían bastante dinero y podían pagarse pasaportes falsos. Había gente que se dedicaba a pasarlos por detrás de la montaña", dice, señalando a la montaña situada enfrente de su casa y detrás de la estación.

Su hermano Jesús recuerda la presencia de los nazis en Canfranc y cómo uno de ellos sacó una pistola cuando unos obreros cargaban unas pacas de trigo y una le cayó encima. "Pensó que la tiraron contra él y se volvió contra el mozo apuntándole", rememora todavía con cierto temor. No era un lugar para bromas. Había carabineros franceses y españoles, guardias civiles y militares alemanes.

(Esta entrevista se realizó en agosto de 2001. Julio Ara falleció el 14 de noviembre de 2002.)

La reacción de Renfe

Los papeles de la aduana de Canfranc fueron recogidos por Renfe en el muelle postal y estudiados con detalle en Zaragoza y Madrid para ver si arrojaban nuevos datos sobre el paso del oro nazi por la estación fronteriza altoaragonesa en la Segunda Guerra Mundial. Como adelantó HERALDO, los 'documentos de Canfranc', hallados por el francés Jonathan Díaz, revelaron que entre julio de 1942 y diciembre de 1943 pasaron 86 toneladas de oro nazi por la aduana internacional, de las que 74 iban a Portugal y 12 se quedaron en España.

A raíz de la publicación de las noticias del hallazgo, Renfe envió dos vigilantes a Canfranc para custodiar el muelle postal, en el que los funcionarios de Patrimonio recogieron un total de 24 sacos de documentación de los años 30, 40, 50 y 60, principalmente. Estaba esparcida y maltrecha en esas dependencias que dejaron de ser el almacén de la aduana cuando desapareció en 1992.

"Colaboran en la investigación y archivo miembros de la Fundación del Ferrocarril, junto con la Dirección General de Aduanas, a quien pertenecen los documentos”, explicaron fuentes de Renfe. Los papeles han sufrido el paso del tiempo y del abandono en una nave, con parte del techo caído, las cerraduras de las puertas reventadas por donde podía pasar cualquiera.

Jonathan Díaz siempre sostuvo, a la hora de resolver la propiedad de los documentos, que se sostendría a lo que dijera la ley, aunque siempre se mostró abierto al diálogo y a que los historiadores puedan acceder a los papeles del oro. Finalmente, Díaz entregó todos los documentos ante el Juzgado de Jaca, para ser posteriormente trasladados al Archivo de Renfe en Madrid. Allí fueron valorados por varios investigadores valiéndose de la información ahí recogida y previamente desvelada en HERALDO. Indicaron que su valor actual sería de 2033 millones de euros, aproximadamente el 88% de los Presupuestos Generales del Estado del año 2009, según el estudio realizado por Raquel Letón Ruiz y Leticia Gracia.

EL TREN DE LA LIBERTAD

La ignorada historia de Canfranc durante la Segunda Guerra Mundial sigue ofreciendo revelaciones. La aduana internacional no solo fue el escenario de la llegada del oro nazi en España durante los años 1942-1943 sino que también fue la puerta de entrada a la libertad de muchos judíos que huían de los alemanes. No obstante, la Gestapo y las SS, destinadas en la parte francesa de la aduana internacional, devolvieron a muchos (sobre todo padres de familia) o los deportaron.

Los datos oficiales señalan que unos 30.000 judíos atravesaron la frontera española, aunque suelen referirse a los pasos de Port Bou (donde se suicidó el escritor Walter Benjamin después de que los nazis le impidieran pasar) y Hendaya. Antonio Galtier Rimbaud, oficial vista de la aduana de Canfranc entre 1935 y 1946 (período en el que su padre, Antonio Galtier Pley, fue el administrador jefe de la misma) dejó escritos a su muerte -1 de agosto de 1997- que demuestran que durante la Segunda Guerra Mundial cientos de judíos huyeron del genocidio nazi en tren por la frontera altoaragonesa. También se fugaban por el monte, ayudados por vecinos de la zona que hacían de guías, según recuerdan en Canfranc.

La publicación de los 'documentos de Canfranc' por HERALDO, en los que se prueba el tránsito de 86 toneladas de oro nazi hacia España y Portugal entre julio de 1942 y diciembre de 1943, llevó al nieto de Antonio Galtier -el historiador zaragozano Ricardo Galtier- a sacar del olvido las memorias de su abuelo, a las que ha tenido acceso este periódico.

Galtier Rimbaud recuerda que por esta aduana pasaban "cientos de judíos de toda Europa" durante la Segunda Guerra Mundial que seguían viaje rumbo a Lisboa o a Algeciras para pasar al norte de África, cuando fue liberado por los aliados en 1943. "Llegaban los trenes, tres cada día, (desde Francia) con cientos de judíos, familias enteras, y la Gestapo, en el salón de viajeros de la parte francesa, revisaba pasaportes, edades, oficios, procedencias y destinos que cada familia o cada individuo quería seguir".

Roces con la Gestapo

El oficial de la aduana recuerda que en la parte francesa había una compañía alemana al mando del capitán Wagner, con 12 soldados a su cargo. Sostiene que las relaciones de los españoles con ellos no eran muy buenas porque a pesar de que España no estaba invadido por el Tercer Reich "se producían muchos roces” porque -advierte- "invadían nuestras funciones". "Desde Madrid nos aconsejaban prudencia y cortesía con los alemanes, aunque la mayoría de las veces no lo aceptábamos porque España no estaba ocupada", subraya.

Así como Franco permitió el paso de los judíos (baste recordar el papel del zaragozano Ángel Sanz Briz en la embajada española en Hungría), los alemanes que estaban en la aduana de Canfranc solían frenar a muchos de ellos. Antonio Galtier lo refiere de esta manera: "Era impresionante ver las escenas de amargura de gentes que habían cruzado más de media Europa, se veían ya en España, y cuántos fueron devueltos por la Gestapo impidiendo su entrada. Muchos fueron detenidos, otros saltaban por el tren, corrían por las vías… El caso era verse fuera de la vigilancia de la Gestapo".

Los judíos que tenían la suerte de atravesar el vestíbulo que separaba la aduana francesa de la española debían apremiarse para comprar un billete que los llevara a Lisboa o a Algeciras. Vecinos de Canfranc explicaron que no les estaba permitido pernoctar en las fondas del municipio fronterizo. "Si no encontraban billete, los entregaban a los alemanes y los devolvían o... quien sabe qué hacían con ellos", explicó un canfranero.

El húngaro que murió en la aduana

El judío, enterrado en Canfranc, falleció al negarle los alemanes cruzar a España con su familia.

Antonio Galtier Rambaud fue testigo de muchas historias en la aduana porque por sus manos pasaban todas las mercancías y las personas. Era un oficial vista que daba el conforme al oro nazi, a los judíos, y al volframio, que iban en una u otra dirección. Hasta el punto que en una ocasión hizo abrir a un oficial alemán "una valija diplomática" después de un serio incidente. Al final, la maleta llevaba coñac, jamón, chorizos, laterío... y era para los compañeros de Oloron-Pau-tarbes.

Cuenta también un singular viaje del militar sevillano Queipo de Llano, entonces "exilado" forzoso por orden de Franco como agregado militar en la embajada de Italia con orden de no volver a España, en el que el ex capitán general de Andalucía visitó a su familia en la aduana de Canfranc (en 1943) porque se quedó en la parte francesa, gracias al estatuto especial de la estación de doble jurisdicción.

Pero donde su memoria llega a exprimirse es en un episodio trágico que contempló en la estación. Galtier, muy crítico con la ocupación nazi, relata una tremenda historia de un judío húngaro que llegó a la aduana francesa y no pudo cumplir su sueño de cruzar hacia Portugal con su familia.

Esta es su estremecedora historia, con sus propias palabras: "Como caso impresionante, traigo a colación la de una familia que venía de Hungría. Habían pasado mil calvarios hasta llegar a Canfranc-Estación Internacional. En sus caras se veía la alegría de huir del genocidio, pero... al padre de aquella familia compuesta de esposa y cinco hijos, que tenía menos de 50 años, un oficial alemán le dijo: "Al Ejército del Fuhrer. Usted no pasa. Usted a Alemania, al Ejército, a las trincheras. La familia que siga a España o donde quiera, pero usted está en edad militar. Al Ejército del Fuhrer. La familia se volvía loca. Aquel hombre que tenía que separarse de los suyos se tiraba de los pelos. Arremetió contra el oficial alemán y en ese momento, el pobre judío se desplomó. Cayó al suelo. Se le subió a los largos mostradores. Sus labios se ennegrecían y, aunque rápidamente se avisó al médico de Sanidad, cuando llegó, aquel padre de familia había muerto de un infarto. ¡Qué cuadro! ¿Qué se hacía? Los alemanes decían que lo entierren aquí. Y así se hizo, con una colecta que abrió el Ayuntamiento y a la que contribuimos todos. Se le hizo un modesto entierro y en Canfranc yace este pobre judío húngaro. A su familia la socorrimos como pudimos entre todos los españoles y ayuda oficial. Con angustia y una amargura infinita los vimos marchar hacia la frontera portuguesa. Este recuerdo de la Gestapo y un judío padre de una familia numerosa fue un suceso que no podemos olvidar los que lo vivimos".

La muerte de este ciudadano húngaro no aparece reflejada en el registro civil de Canfranc, que ha sido revisado por este periódico. El padre judío fue enterrado en el cementerio del pueblo viejo, que se quemó en 1944. No hay ninguna placa que lo recuerde. Tan solo el testimonio de Galtier.

UNA RED DE ESPÍAS EN CANFRANC

Lola Pardo: La colaboradora

"Yo llevé secretos de los aliados"

Lola Pardo, una modista de Canfranc, acabó en 2001 con 60 años de silencio, incluso para su familia. Desveló que fue una colaboradora de los aliados y transportó secretos militares en tren desde su localidad natal hasta Zaragoza, donde los entregaba a un cura castrense llamado páter Planillos.

"Mr. Le Lay nos avisó que era correspondencia clandestina y que si nos detenían, debíamos callar", asegura Pardo. "Hubo viajes que íbamos al lado de la pareja de la Guardia Civil en el vagón. Pasamos mucho miedo". Nadie lo diría al verla, con su aspecto de madraza y mujer simpática. Quizá por eso fue elegida por los franceses para ser “correo" o colaboradora de los aliados en la Segunda Guerra Mundial entre los años 1940 y 1944.

Lola Pardo tenía 17 años cuando las redes de espionaje Pic y Mithorpie de la Resistencia francesa, puestas en marcha por el célebre coronel Remy, empezaron a funcionar y enviar sus mensajes desde Francia a Londres a través del tren que unía diariamente Canfranc con Zaragoza, Madrid y Lisboa. "Lo hice por la amistad que unía a mi familia con los franceses. Hoy no sé si volvería a repetirlo. Cuando me acuerdo de lo que llevábamos encima, me entra mucho miedo", reconoce. No obstante, es consciente de que "gracias a esas informaciones pudo acabar la guerra con el desembarco de Normandía".

Hija del vigilante del túnel ferroviario de Canfranc, Joaquín Pardo Gavín, Lola siempre confraternizó con los franceses que vivían en la Aduana Internacional, por lo que se ganó su confianza. "Con 5 años me llevaron hasta el colegio francés que había en Canfranc porque en España no empezabas la escuela hasta los 6. Siempre iba con niñas francesas y mi familia se llevaba muy bien con el jefe de la Aduana Francesa, Monsieur Laran. Nos agradecieron mucho que les guardáramos todos los muebles durante la guerra civil y vieron que éramos de confianza porque al regresar tenían todo en el mismo sitio que lo dejaron", avanza el motivo de que el sucesor de Laran, Albert Le Lay, llegado a la Aduana en 1940 y principal enlace del espionaje aliado en España, confiara a ella y a su hermana Pilar para una tarea tan peligrosa como transportar decenas de mensajes secretos a Zaragoza.

Lo curioso es que las cuatro hermanas Pardo acabaron casadas con guardias civiles -entonces una ya había contraído matrimonio con un carabinero de los que custodiaban los camiones del oro nazi que pasaban por Canfranc, y otra tenía un novio del mismo cuerpo- y esta circunstancia también les confería cierta ventaja a la hora de ir en el tren a Zaragoza que iba siempre estrechamente vigilado por una pareja de la Guardia Civil. "Varios viajes fuimos con ellos al lado. Nos entraba mucho miedo porque ellos mandaban abrir maletas a todo el mundo para vigilar lo que llevaban dentro. Nos aconsejaron no llevar nunca maletas. Por eso nos repartíamos los sobres con mi hermana y los metíamos dentro de la faja, que entonces se llevaba mucho", explica Lola Pardo.

"Eran paquetes rectangulares con varios sobres que contenían fotos y cartas. La víspera del viaje nos encerrábamos en la habitación y veíamos lo que contenía. Había fotos de batallas tomadas muy de cerca y mensajes en francés o inglés”, precisa todo lo que su prudencia le deja. Una de sus hermanas, que nunca hizo el viaje, trabajaba a menudo en la casa de los Le Lay, un lugar por el que pasó desde el mismísimo Mariscal Petain, presidente de la República Francesa, colaboracionista con Hitler, hasta los embajadores francés o británico en España, o los miembros de la red de espías tejida por el aduanero.

"Un día, Monsieur Le Lay nos explicó que íbamos a llevar correspondencia clandestina y nos avisó de que era muy peligroso. Sabíamos lo que hacíamos. También nos pidió que si nos detenían no debíamos decir nunca nada", cuenta con los ojos vivos y la emoción recorriéndole el cuerpo. "Mi hermana Pilar era muy miedosa y por eso me pedía que la acompañase, porque yo era más echada para adelante", abunda en detalles.

Cita en el baile de la estación

Como en las mejores películas de espionaje, dos días antes del primer viaje en tren entre Canfranc y Zaragoza, las hermanas Pardo asistieron a un baile de oficiales en el hotel de la estación, en el que debían vestir con vestidos amarillos, como contraseña para que las reconocieran los dos españoles y dos franceses que formaban parte de la red e iban a esperarlas a Zaragoza. "El vestido era plisado con pliegues hasta abajo y un canesú en la parte delantera.Tenía unos adornos marrones", rememora aquel vestuario Lola, quien después fue modista y trabajó ocho años para Casa Marraco, donde convivían los espías, los nazis y los camioneros suizos del oro.

Durante 60 años Lola Pardo tuvo la boca sellada ("nos la cerraron con una cremallera", recuerda) y cuando vio que empezaron a publicarse historias de aquellos años, se confesó con su hija Lola Bonilla y fue desvelando su secreto mejor guardado. "Mi marido (un guardia civil extremeño) se murió sin saberlo. Un día, después de leer esas cosas del oro nazi, mi hija Lola me dijo: 'Mamá, ¡cuántas cosas pasaron en Canfranc!' Y yo le contesté: 'Si tú supieras... eso no es nada con lo que yo sé", relata el momento en el que decidió soltar amarras y hablar de su emocionante juventud.

Lola Pardo no quiso perderse la presentación del libro 'El oro de Canfranc' el 27 de abril de 2001 e incluso, por un despiste, estuvo en la cabecera de la misma, celebrada en el vestíbulo de la estación. "He pedido permiso a mi familia y me han dicho que contar esto no es nada malo porque se trata de la Historia", confiaba al absorto interlocutor a lo largo de cuatro horas de entrevista.

Jeaninne Le Lay, hija del jefe de la Aduana francesa, desconocía esta faceta de Lola y su hermana Pilar, aunque sabía de la cercanía de ambas familias. "Mi padre solía llevarlo todo muy en secreto", explica la hija del aduanero. "Había envíos de cartas a menudo, por lo que me ha contado mi madre". Las hermanas Pardo realizaron una media de dos viajes al mes durante más de tres años, incluso cuando los nazis se instalaron en la estación de Canfranc, en noviembre de 1942.

"Como a mi padre lo trasladaron del trabajo en el túnel a la central eléctrica, nosotros teníamos kilométrico y no pagábamos nada por los viajes a Zaragoza", explica Lola Pardo. Cuando se le pregunta por su filiación política, la antigua “correo" de los aliados recuerda un consejo de su padre: "Pensad como queráis, pero no lo digáis en público". "Soy apolítica, pero hice lo que hice por amistad y admiración a los franceses", argumenta. Sin embargo, le tiemblan las piernas ("y la escolaneta", como le llamaba su padre a la boca del estómago cuando alguien mostraba miedo) cuando se entera de que Juan Astier, un aduanero vasco que trabajó en Canfranc y colaboró en la red de espionaje de Le Lay, fue condenado a muerte (Franco le conmutó la pena al final de la II Guerra Mundial) al ser sorprendido en San Sebastián con un envío como los suyos.

"A Astier lo conocí mucho. Ese regalo (señala a la estantería de su casa) me lo hizo él en nuestra boda", recuerda. Sin embargo, Lola no sabía que Astier era un “correo" como ella, ni probablemente al contrario. De lo que se deduce que el éxito del espionaje estaba en que nadie supiera lo que hacía su vecino de al lado.

(Esta entrevista se realizó en julio de 2002. Lola Pardo falleció el 8 de febrero de 2015.)

Albert Le Lay: El héroe

El jefe de la aduana francesa ayudó al paso de militares, material y documentos para la Resistencia

El paso fronterizo de Canfranc fue vital para los estados mayores de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. La heroica actuación del jefe de aduanas francés Albert Le Lay, condecorado por su papel por Francia y Estados Unidos, ha desvelado esta parte de la historia ignorada hasta hoy.

Canfranc fue la rendija de la libertad para los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En los trenes que atravesaban la frontera pasó documentación vital entre la Resistencia Francesa y los estados mayores de Gran Bretaña y Estados Unidos, que sirvió para derrotar a Hitler. La importancia del paso fronterizo en el desarollo del conflicto era inédita hasta unos años. Procede del jefe de aduanas francés de Canfranc, Albert Le Lay, a quien se conocía como "el rey de Canfranc".

Le Lay fue un espía aliado desde enero de 1941 hasta septiembre de 1943, cuando tuvo que huir hasta Argel perseguido por la Gestapo y la Policía española. De estos documentos examinados por HERALDO, se deduce que por Canfranc pasó correo, material, espías y aviadores aliados accidentados, lo que demuestra el papel fundamental de la frontera altoaragonesa en el conflicto internacional.

El 23 de septiembre de 1943, Le Lay se marchó paseando con su mujer por las vías del tren hasta un punto donde lo esperaba el coche del agente de aduanas canfranero Mariano Aso, que le ayudó a huir. Tras pasar un control policial sin problemas, esa madrugada, llegaron a Zaragoza a casa del prestigioso profesor de Otorrinolaringorología zaragozano Víctor Fairén, quien le buscó otro transporte que lo recogió de madrugada en el Coso. La Policía española llegó al día siguiente al domicilio del médico para preguntar por Le Lay.

Por 30 presos republicanos

La Embajada británica auxilió en Madrid al jefe de aduanas poniendo un coche oficial a Le Lay y a su mujer para escapar hacia Sevilla. Días después, y tras disfrazarse de mecánico en Sevilla, llegó en barco a Gibraltar, y desde allí, en avión al norte de África. Para entonces, esta zona ya había sido liberada por los aliados.

"Los alemanes sospecharon de su papel y propusieron a España intercambiarlo por 30 presos republicanos que tenían detenidos en Oloron (Francia). Avisado por Vichy de que iban a por él, huyó a Madrid, donde fue perseguido por la Policía española. Pudo llegar al norte de África", detalla la propuesta de condecoración firmada el 18 de diciembre de 1944 por el general Charles de Gaulle, presidente del Gobierno provisional de la República francesa.

Este bretón testarudo y honesto a carta cabal llegó en 1940 a la estación ferroviaria. Durante cuatro años fue un espía aliado valiosísimo que hizo de enlace de las redes de las Fuerzas Francesas Combatientes (la Resistencia) con los aliados en conexión con los ferroviarios franceses. Francés y antinazi, una de sus hijas, Jeannine, y su marido, el catedrático zaragozano de Derecho Procesal Víctor Fairén, recuerdan que Le Lay nunca presumió de su papel durante la Segunda Guerra Mundial y precisan que su ideal era "defender a Francia y echar de allí a los alemanes" que la invadieron.

Por su labor, Albert Le Lay recibió la condecoración de la Legión de Honor francesa, la medalla de la Resistencia Francesa y la Medalla de Plata de la Libertad de los Estados Unidos. A pesar de que fue propuesto para puestos de mayor rango en la Administración (como se reconoce en alguna de estas distinciones), el romántico Le Lay regresó en 1945 a Canfranc, de donde se fue en 1957. "Decía que si no volvía, cerrarían Canfranc", recuerda su hija Jeanine.

En la concesión de estas condecoraciones se detallan los méritos de Le Lay y se reconoce que "contribuyó a mantener un contacto pemanente con los estados mayores aliados en un momento crucial de la lucha contra el enemigo". Los alemanes invadieron el norte de Francia en verano de 1941 y por eso la comunicación de los aliados por el Canal de la Mancha con la Resistencia francesa era más complicada. De ahí que los estados mayores usaran el paso de Canfranc para comunicarse a través de Lisboa y Madrid, capitales de países teóricamente neutrales en el conflicto.

Los aliados necesitaban saber qué ocurría dentro de Francia, y viceversa, para saber dónde atacar. La Resistencia recibió material que iba camuflado en los trenes diarios "wagon-lit" que hacían el viaje Madrid-Canfranc. De allí, los documentos y el material cruzaban a Pau, donde eran entregados por un ferroviario resistente a los responsables de la red Mithridate, cuyo jefe era André Manuel.

Le Lay operó desde enero de 1941 con otra red llamada Pie (urraca) dirigida por el médico Doctor Rochas en la localidad bearnesa. El médico, a quien visitaba el jefe de la aduana a menudo "por un incurable dolor de muelas" (ironiza el catedrático Víctor Fairén, yerno de Le Lay), fue descubierto por los alemanes y ejecutado. Hasta noviembre de 1942, Hitler no ocupó toda Francia. En ese trascendental momento para el conflicto (y durante un año más), el puesto fronterizo vivió el año más crucial de su existencia. En esos momentos, empezó a cambiar el signo de la II Guerra Mundial a favor de los aliados.

La Gestapo y los soldados alemanes se hicieron cargo del puesto fronterizo de Canfranc, donde ondeó la esvástica en la parte francesa hasta 1945. "Una vez, los alemanes desarmaron un vagón de ferrocarril en busca de los huecos donde se pasaban los papeles, pero fallaron y el ferroviario llevaba la documentación en la cesta de comida que le preparó su mujer", recuerda la hija del aduanero galo, Jeanine Le Lay, que tenía por entonces 17 años.

En 1943, los alemanes enviaban oro expoliado a los judíos y lavado en bancos suizos a España y Portugal, a cambio de minerales estratégicos para la maquinaria de la guerra como el wolframio o el hierro. Pero lo importante fue que Canfranc se convirtió en la puerta de la libertad para los aliados. Ante los ojos de los nazis y con un gran riesgo para el aduanero francés, pieza clave del entramado de espionaje aliado, pasaron aviadores británicos derribados en Francia y numerosos documentos.

"Llegaron a mandar aparatos de minifotocopia", explica Víctor Fairén, con los que podían meter en pequeños microfilms muchos documentos.

Congelados, en Zaragoza

Junto a ese material básico para el desarrollo de la guerra mundial, muchos militares, judíos o resistentes galos franquearon la frontera española por Canfranc. "Los ferroviarios franceses idearon hasta lugares bajo los vagones para pasar gente", recuerda Jeanine Le Lay. Su marido, Víctor Fairén, (uno de los pocos españoles que por entonces estaba estudiando en Francia) sabe por su padre y hermanos que muchos franceses huidos eran atendidos por médicos en la Facultad de Medicina de Zaragoza.

"Allí, mi padre y mi hermano les atendían en lo que podían. No pocos de ellos llegaban con lesiones de congelaciones o fracturas debidas al hielo de los Pirineos. Una vez curados, les llevaban a la pensión Intercontinental, en el Coso, que pagaba la Cruz Roja francesa. Algunos partían en trenes a Algeciras hacia África. Otros eran enviados al campo de concentración de Miranda. He conservado años la correspondencia con algunas de estas personas, desde jefes del Ejército francés camuflados hasta humildes obreros", señala el catedrático zaragozano Víctor Fairén.

LA ESTACIÓN INTERNACIONAL DE CANFRANC

El 19 de noviembre de 1853 se firmó el manifiesto 'Los aragoneses a la nación española', un documento en el que se pedía por primera vez que se construyera una línea de ferrocarril que uniera Madrid y París a través del Pirineo aragonés. Habían pasado cinco años desde que se inaugurara el primer ferrocarril peninsular entre las localidades de Barcelona y Mataró. Tal y como se desprende de los documentos del Archivo Histórico Ferroviario, el 13 de abril de 1864, once años después de ese primer escrito, el Gobierno central habilitó un crédito extraordinario de 20 millones de reales para costear los estudios ferroviarios que se encomendaron a los ingenieros Jacobo Arnao y Gabriel Rodríguez, para realizar un perfil de la línea Zaragoza-Pau con paso por Canfranc. El 3 de mayo de 1893 el Gobierno autorizó, tras diferentes acuerdos, el traspaso de la concesión de la línea a la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte. El 16 de enero de 1907 se fijó la construcción de una nueva población alrededor de la Estación Internacional de Canfranc cuyo nombre, en un principio, iba a ser Los Arañones.

El 13 de julio de 1908 se adjudicaron las obras del túnel de Canfranc a la sociedad catalana 'General de Crédito', que al poco las traspasó a la entidad bilbaína 'Calderai y Bastianelli, S.L.'. El 6 de diciembre de 1908 empezó a construirse el túnel, cuyas obras se prolongaron hasta el 26 de diciembre de 1912. Tenía una longitud de 7.875 metros, de los cuales 3.805 estaban en el lado español y el resto en zona francesa.

Aún tuvieron que pasar algo más de 15 años para que, el 18 de julio de 1928 se inaugurara finalmente la estación de Canfranc, en presencia del rey Alfonso XIII, el general Miguel Primo de Rivera y el presidente de la República Francesa Gaston Doumergue. A pesar del cierre durante parte de la Guerra Civil española o de la ocupación del ejército nazi de la zona francesa de la estación, el tráfico ferroviario se mantuvo hasta 1970. El 27 de marzo de ese mismo año descarriló un tren de mercancías en el lado francés. El posterior derrumbe del puente de L’Estanguet supuso el fin de las conexiones internacionales entre Aragón y Francia.

Inauguración de la estación de Canfranc

Después de la estación alemana de Leipzig, la de Canfranc es la segunda más grande de Europa. Dan cuenta de ello los 241 metros de longitud de la estación, las 150 puertas de acceso y las cerca de 350 ventanas que iluminan este edificio modernista diseñado por el ingeniero Fernando Ramírez Dampierre. Aunque el ancho internacional de las vías de tren era de 1,435 metros (medida que seguían las francesas), las ibéricas eran más anchas, de 1,668 metros. Esta diferencia conllevaba que los pasajeros que iban de España a Francia, y viceversa, debían atravesar la estación y cambiar al andén contrario para poder seguir su camino. No obstante, para las vías mixtas de la estación se diseñó un mecanismo de cambio de ejes que permitía adaptar los vagones españoles y franceses a los distintos anchos.

Tras la prematura muerte de Ramírez Dampierre fue Domingo Hormaeche quien se hizo cargo de la construcción de la estación, para la que se utilizaron materiales como el cristal, el hormigón armado, la piedra y el hierro, siguiendo los patrones de la arquitectura industrial de la época. La estación consta de un edificio principal, varios muelles para trasbordo de mercancías y el depósito de máquinas.

El edificio de pasajeros destaca por su desarrollo longitudinal, que se articula gracias a tres volúmenes destacados en altura, que se sitúan en sus extremos y en el centro, con la gran cúpula. El cuerpo central cobija el vestíbulo donde se encontraban las taquillas. Grandes ventanales, pilastras de sabor clasicista y trabajo en madera estilo déco se combinan para crear un espacio suntuoso. En los cuerpos laterales, se acomodaban el puesto aduanero, la comisaría de policía, correos y el hotel internacional. Disponía, además, de dos pasos subterráneos.

En el exterior, estos volúmenes presentan tejado curvo apizarrado a cuatro vertientes, que se coronan con cuatro pináculos apiramidados dispuestos en sus flancos. Los dos pisos del cuerpo se abren mediante arcos de medio punto a la zona de las vías y sobre estas dos galerías se abre una nueva teoría de vanos abuhardillados en la cubierta, que denota la clara influencia de la arquitectura francesa.

Así era la estación durante la II Guerra Mundial

El periodista Mikel Iturralde, experto en información ferroviaria del diario ‘El Correo’, solicitó a HERALDO la posibilidad de acceder a algún mapa interior de la estación de Canfranc para que su compañero Josemí Benítez, infografista, realizara un gráfico histórico. El despacho del arquitecto zaragozano José Manuel Pérez Latorre, responsable de la restauración del edificio desde 2006, facilitó los planos para este trabajo, que también se basó en el libro ‘La estación espía’ (ed. Península) de Ramón J. Campo.

Infografía de la estación de Canfranc

CRÉDITOS

Texto: Ramón J. Campo
Documentación: Mapi Rodríguez y Elena de la Riva
Fotografías: Oliver Duch, Soledad Campo, Rafael Gobantes, Juan Carlos Arcos, Aránzazu Peyrotau, Francisco Martínez Gascón, Francisco de las Heras y ARCHIVO HERALDO
Infografía: Josemí Benítez
Edición: Silvia Berdejo