El esconjuradero

Negros nubarrones que presagiaban lo peor, se acercaban por levante. Si descargaban su carga letal, pasarían hambre aquel año, que se había presentado como el mejor de los últimos tiempos; había que llamar al cura para que esconjurara.


Un curita joven ejercía su ministerio en aquel pueblo perdido del Pirineo, del que desconocía casi todo, aunque poco a poco se iba enterando de las extrañas y bárbaras costumbres locales, que mezclaban religión con brujería y toda suerte de supersticiones. No había terminado de sonar el primer trueno, cuando le sobresaltaron las insistentes llamadas a la puerta.


¡Mosén, venga corriendo a esconjurar, que perdemos la cosecha!


De mala gana se revistió con roquete y estola, y salió a escape hasta una especie de templete de piedra, cercano al pueblo. Como no sabía qué hacer, empezó a musitar en latín:


Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita…

Nada más terminar, las nubes cambiaron de dirección, machacando al pueblo de al lado.

Todos respiraron aliviados.


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