Por
  • Marta San Miguel

El castillo del lápiz

El castillo del lápiz
Portada de El castillo de los escritores
Ed. Taurus

Será cosa del olor a nuevo de los cuadernos con el blanco sólido, o los bolígrafos con la punta sin usar, que al entrar en una papelería uno saliva como si estuviera atravesando el comedor de un Michelin. Pocas cosas hay tan afectivas como el material de papelería porque está hecho para contarnos. 

Sin embargo, un lápiz no es solo un objeto, sobre todo los de la marca Faber-Castell, porque a pesar de su sencillez y la connotación casi infantil de su concepto, detrás de su mítico logo hay un pedazo de la historia de la humanidad y el precio de contarla. El verdadero castillo al que sacamos punta existe y está en Baviera, en un pueblo muy cerca de Núremberg. Y fue allí, como cuenta el historiador Uwe Neumahr en ‘El castillo de los escritores’, donde se alojaron más de 250 periodistas de todo el mundo para contar los juicios contra el nazismo tras la Segunda Guerra Mundial.

Entre noviembre de 1945 y octubre de 1946, en ese castillo convivieron nombres como los de John Dos Passos, Erika Mann, Janet Flanner, Willy Brandt, Rebecca West o Victoria Ocampo. Algunos venían del frente, otros llegaban desde el ‘New Yorker’ o de redacciones tan lejanas del barro que negaban las manchas que veían. La transgresión de los códigos de la humanidad se tradujo en palabras en ese castillo, que era imponente por fuera, pero por dentro alojó la debilidad, lo amoral, la digresión de la realidad como un ensayo que había que creerse. Sin apenas lavabos, ni teléfonos y apiñados en dormitorios colectivos separados por sexos, los periodistas se enfrentaron a la alucinación de describir las imágenes de campos de concentración, nunca vistas hasta el momento, o las de cadáveres amontonados como hierba seca, pero también la argumentación que volvía aquello lógico en la mente de sus responsables.

En esa especie de residencia de lo fatal, las plumas más destacadas de su tiempo forzaron el lenguaje para narrar lo que nunca había sido narrado, y con cada crónica, aquellos corresponsales, trabajando en todos los idiomas posibles con traductores, añadieron términos al diccionario de la historia que hoy nos hacen hablar un idioma distinto. ¿Un lápiz y un papel es suficiente para escuchar el testimonio de Hermann Göring, el mariscal del nazismo? ¿Cómo narran hoy lo inenarrable los corresponsales en las guerras de nuestro siglo? En aquel castillo, muchos periodistas cayeron en comportamientos erráticos y otros tantos acabaron trastornados, porque a veces cerrar el cuaderno es peor que abrirlo. En un punto final cabe la naturaleza humana, por eso un lápiz nunca podrá ser solo un lápiz, aunque lo usemos con esa libertad sin darnos cuenta.

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