l personal tiene dificultades en digerir la gran diferencia que estriba entre lo que lee y ve en los medios y en su cuenta corriente. La fiesta de las comisiones, de los millones que vuelan con facilidad asombrosa, la pléyade de ventajistas que hacen cola en los pasillos de los juzgados acusados de morder la honestidad es demasiado extensa como para no alertarnos. Cuando un aizkolari de puños fáciles y escasa educación se encarama al consejo de administración de una empresa pública se derrumba la confianza del ciudadano en sus instituciones, se quiebra el principio fundamental que conecta al administrador y al administrado. Si un señor se levanta a las 5 de la mañana para que otro se enriquezca a su costa a partir de las 5 de la tarde, el problema sobrepasa la anécdota para convertirse en sistémico.

Si una mujer de un presidente del Gobierno puede avalar a una empresa para que contrate con la administración las consecuencias arrastran al ciudadano. Si a la pareja de una presidenta autonómica le sorprende Hacienda con un presunto fraude, esta no puede dimitir de novia, pero sí le concierne la responsabilidad política, lo mismo que al presidente del Gobierno. España es un país en el que la dimisión siempre es para los demás.

El político español, en no pocas ocasiones, bebe el biberón público en las juventudes de los partidos y hace carrera como si estuviera en una facultad universitaria. Los partidos se convierten así en organizaciones basadas en la cooptación, donde el servicio al líder se antepone al servicio público. Y ese es el problema. Coger el acta de diputado a los 25 años y pretender soltarlo a los 65 no es un buen plan. Necesitamos políticos mejor formados, con menos siglas y más sentido público, donde la política sea un medio y nunca un fin. Así, acaso sería más difícil que se colaran en el entreacto los ‘koldos’ oportunistas.