Prostitución de antaño, prostitución de hogaño

Prostitución de antaño, prostitución de hogaño
Prostitución de antaño, prostitución de hogaño
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Una tropa de sinsorgos (voz inclusiva de las sinsorgas) ha propuesto ‘abolir’ la prostitución. No el omnipresente putaísmo político, hoy tan agobiante, sino el propiamente dicho, el carnal. Los sinsorgos probablemente ignoran que muchísimo tiempo atrás ya abordaron el meretricio urbano gobernantes que, por sensatez, se propusieron no el imposible de suprimirlo, sino paliar los daños que la prostitución causaba a la sociedad, sin ignorar que remediaba ciertas cosas.

Hace quinientos cincuenta años Zaragoza, albergue de todo aragonés, reguló por estatuto una actividad tan extendida y difícilmente evitable. Fue en 1474 y se conserva el texto íntegro. No era la primera vez que el poderoso concejo intervenía en el problema. En 1440, en 1452 y en 1472 había dictado normas, estatutos y bandos para intentar poner coto a un comercio que, sobre ser considerado pecaminoso, acarreaba los peligrosos males pedante e impropiamente llamados venéreos, como si Venus Afrodita tuviera culpa en ello.

La mujer sin velar

Así, se ordenó que las mujeres de cualquier nivel social («donas o mulleres») no ocultasen su rostro en la calle: «De algún tiempo acá las mujeres indistintamente buenas y malas andan por la ciudad con papafigos de lino y mantos en las cabezas y las caras abrigadas y cubiertas, de lo cual se siguen deshonestidades e inconvenientes». El papafigo era una mezcla de sombrero y pasamontañas que permitía dar gata por liebre y amparaba las mescolanzas. Debían obedecer las mujeres «de cualquier ley», o sea, lo mismo cristianas que judías y moras. La mujer debía ir «de tal modo que sea vista y conocida», salvo en Jueves y Viernes Santos. El denunciante de una enmascarada se embolsaba un tercio de la multa.

En 1459 se ordenó que las rameras, inscritas o no como tales, no abandonasen los límites del burdel público, para «evitar daños, escándalos e inconvenientes y proveer a la policía y bien público de la ciudad». Se dio plazo de cuatro días, so pena de multa cuantiosa o cárcel por impago. Y una admonición: «Ni hostelero ni otra persona se atreva fuera de dicho bordel a tener en su hostal u otra casa a dichas hembras públicas». Pero ya entonces había tratos de favor: fueron exceptuadas «las mujeres de la casa hostal de Pero Sobrino, por gracia del señor rey». Un pedazo de enchufe.

El gobierno municipal de Zaragoza poseía en el Medievo un poder casi absoluto, del que se servía en ocasiones para dictar normas de gran calado legal y social

Expulsión de chulos

Diez años después, en 1469, el zalmedina -que así se llamaba al juez principal de la ciudad- mandó salir de la ciudad en cuarenta y ocho horas a los proxenetas «que tengan hembras, en el burdel o por la ciudad». La pena era de azotes en público, algo peor que una multa porque, en ocasiones, llegaban a cien. Sabemos del poco efecto de estas normas porque en 1472 se reiteró la prohibición de que las prostitutas de toda especie (aludidas como cantoneras, putas, mondairas y hembras públicas) saliesen del burdel. Y debían irse de Zaragoza los «alcahuetes, rufianes, trinchones y soyencos», esto es, los chulos y proxenetas y sus acólitos, fueran locales o «albarráneos», es decir, forasteros. A los desobedientes se les darían sesenta azotes en público, castigo muy aflictivo, «sin remisión alguna».

El estatuto que ahora cumple 550 años se redactó de forma extensa y solemne. Se publicó por bando («crida»), a cargo del pregonero y dos ministriles para «sonamiento de trompas», en los lugares acostumbrados. La aprobación la dio un inusual concejo ampliado al que asistieron ciento cuarenta personas, listadas una por una. Naturalmente, todo con notario. El burdel se acotó y delimitó (fue «barrado»). Se cerraba de noche y se consignaron sus límites precisos. Tanto el «burdel viejo» (en la actual calle de Aben Aire) como el nuevo estaban en la parroquia (barrio) de San Pablo. El nuevo era colindante con las calles del Campo del Hospital y de Barriocurto (más o menos, la manzana que hoy delimitan Mayoral, Pignatelli, Cerezo y Agustina de Aragón).

Se daba medio mes de plazo para cumplir con lo ordenado y la pena siguió siendo la muy temible de azotes en público (Isabel Falcón descubrió hace años incluso el nombre y la paga del verdugo municipal); y, para los caseros, añadidas, una multa muy cuantiosa y la demolición de sus inmuebles. Los fueros de Zaragoza, que daban un poder desorbitado a la ciudad desde el siglo XII, permitieron anular incluso los recursos a la justicia o al justicia.

Nadie por encima de la ley

Un detalle interesante, que el acta consigna expresamente, es que se hizo jurar a los encargados de la aplicación, Evangelios en mano («corporalmente tocados»), que observarían y harían cumplir lo establecido, so pena de destitución. Eso incluía a las máximas autoridades municipales, que eran los jurados de Zaragoza, personajes muy poderosos, pero que no se situaban por encima de las leyes, suyas o ajenas.

Un ejemplo que unos cuantos políticos españoles, trocados los Evangelios por la Constitución, no siguen en 2024. Aunque a eso no se le llama prostitución. Aún.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Guillermo Fatás en HERALDO)

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