La elegancia de mi domingo

Los bares y terrazas del centro de Zaragoza lucen estos días llenos de gente con motivo de unas fiestas del Pilar en las que acompaña el buen tiempo.
La elegancia de mi domingo
Francisco Jiménez Cabrera

Nunca he abjurado del domingo. Posiblemente, es verdad, porque tampoco lo he hecho del lunes. No me cuesta sortear el fin de semana para rehabilitar mi vida cotidiana, bien sea en mi etapa escolar y universitaria o la profesional, con algunos momentos más apasionantes que otros, como corresponde a los discurrires laborales.

El domingo sigue conservando aquel encanto de cuando mis hermanos –que en castellano inclusivo de entonces también incorporaba a las chicas– salíamos a correr con mi padre, casi de madrugada, con la niebla cerrándonos el camino y el frío incrustado en las entrañas. Hasta que nos espabilábamos.

Disfrutábamos luego del desayuno, con las palmeras de mermelada y coco que llevábamos a mamá, para deleite de todos antes de arreglarnos para bajar a misa. Hoy todavía me veo en circunstancias parecidas, saliendo a pasear por la ribera del Ebro y remando contracorriente en la elección de la elegancia con la que mi compañía se esfuerza por conformar mi fondo de armario. La que en los pueblos, con tradición y sabiduría popular, guardaban para los domingos. Reserva con la que acudir como en mi infancia a la iglesia y disfrutar del aperitivo a orillas de la mañana.

Conserva el día su propia comida, especial como la jornada, entregada a viandas singulares que se estiran en una sobremesa más alargada porque ya ahora nos han arrebatado la emoción del fútbol a la hora del fútbol y hemos de acostumbrarnos a los desvaríos siniestros de una competición que flirtea con sus horarios. Y se desnuda así, como en tantos otros ámbitos, de su esencia popular para contentar a muy pocos y zaherir a casi todos.

Desgasta el día sus horas tardías con tiempo para la lectura y el goce de la escritura; y la conversación compartida sobre el programa común de la semana que se avecina, que volverá a contener en su final el desembalaje del encanto de un nuevo domingo. Con su guía de la brújula previsible de cada fin de semana y el embrujado hechizo de cada festivo, sujeto a la pizca de sal que brinda la sorpresa. Al fin y al cabo, es domingo.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Miguel Gay)

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión