La economía aragonesa y el bolsillo de los ciudadanos

Suele afirmarse con cierta sorna que la Economía es la única disciplina en la que dos personas pueden obtener el premio Nobel sosteniendo tesis contrarias. Algunos analistas financieros, por ejemplo, dedican sus espacios informativos a convencernos de que, irremediablemente, nos espera una bajada brutal de la bolsa a la vuelta de la esquina acompañada de una recesión segura. Otros, por el contrario, despliegan las tablas históricas del S&P 500 para que nos cercioremos de que la inercia de la bolsa es ascendente. En medio, están las familias que aspiran a que la FED y el BCE bajen los tipos de interés hasta unos límites razonables para los bolsillos de la gran mayoría. Esa es la economía real, la que se enfrenta todas las semanas a los lineales de los supermercados y la que sufre sobremanera el encarecimiento de la energía, que ejerce una presión añadida sobre los costes disparados de las pequeñas y medianas empresas y que aboca a una reducción de la competitividad sin horizonte próximo de resolución.

Los políticos, que juegan con ventaja en el embarrado campo de los datos y los informes, se agarran a la parte más favorable mientras olvidan la cara B de un país que ha sido el último de la OCDE en recuperar los niveles previos a la pandemia. España tiene un claro problema de productividad y competitividad mientras Aragón posee algunas ventajas que ya está aprovechando y que pasan por la logística y las energías renovables. De la habilidad gestora de nuestros representantes públicos y del claro impulso de la Mesa del Diálogo Social y del Consejo Empresarial de CEOE en la Comunidad, dos ejemplos de colaboración para el resto del país, depende buena parte del éxito o fracaso. Aragón se juega mucho más que una inversión concreta o un fortalecimiento de un sector industrial determinado. Sobre la mesa está su propio futuro.