Humillar la cerviz ante la ofensa

El protocolo marca la correcta colocación de las banderas.
El protocolo marca la correcta colocación de las banderas.
DGA-Protocolo

Hay en curso una infinita discusión sobre la ley de amnistía que Puigdemont impone a Sánchez a cambio de aprobarle los Presupuestos, que le salvarían dos años. El PSOE de Sánchez (el único en activo) que transmutó hace nada los delitos de rebelión, sedición y malversación ya hace distingos entre terrorismos.

En la esfera teorética, los intelectuales tiran de florete. Uno (Ignacio Sánchez Cuenca, ‘Letras Libres’, 15 de enero) argumenta con contundencia que oponerse a la amnistía selectiva exigida por Puigdemont es propio de nacionalistas españoles. Y que, en cambio, defender esa ley que extingue la responsabilidad de personas que delinquieron es propio de una concepción liberal y abierta del espíritu constitucional. Para él, decir que España es «mononacional» (sic) es típico de «nacionalistas españoles», incapaces de entender la necesidad de una amnistía «cuyo fin es el acomodo de las diversas comunidades nacionales que componen el Estado». Así mismo dicho.

Este desparpajo argumentativo omite hechos sin los que no se comprende cabalmente lo que ocurre. Uno es la evidencia de que el secretario general de los socialistas y presidente del Gobierno ha accedido a dar este grave paso forzado por la composición de sus alianzas parlamentarias. Es del común conocimiento que sus ideas, y las de su equipo, sobre amnistiar a los separatistas catalanes reos de delitos graves en 2017 eran negativas: una ley de amnistía, decían hasta hace nada, no cabe en nuestro orden legal. Por eso es abusivo y erróneo señalar como causa de esta ley el ‘acomodo’ político de las «comunidades nacionales que componen el Estado». Ese es un argumento del todo sobrevenido.

El Estado español no está compuesto por comunidades nacionales. Aun concediendo, a efectos dialécticos, que las ‘nacionalidades’ fueran ‘comunidades nacionales’, el Reino de España, nombre internacional del Estado español, está compuesto por bastante más que por esas ‘comunidades nacionales’.

Tampoco es correcto tildar de ‘nacionalista español’ a quien defienda la unidad y unicidad de la nación española (Nación española, con mayúscula, en el texto constitucional). Defender eso es defender la ley, sin más. Habrá nacionalistas que lo hagan, pero no todos los que lo hacen son nacionalistas. Ni de lejos.

Rodríguez Zapatero abrió esa espita, al abandonar en el Senado el lenguaje constitucional sobre la nación. La situación consta en el arranque mismo de la Constitución de 1978. Con buen criterio técnico, dedica sus dos primeros artículos a definir lo principal. Primero, que España se constituye a sí misma en un Estado social y democrático de Derecho, cuyos poderes emanan de la ‘soberanía nacional’ (no de la ‘soberanía popular’ que se esgrime últimamente con clara intención anticonstitucional), la cual reside ‘en el pueblo español’. En nadie más y en todo él. El pueblo español, legalmente, no es fraccionable a efectos de soberanía. No tiene partes. Tal es el artículo 1.

El 2 no precisa apenas de exégesis: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

Es muy principal subrayar que todas las magistraturas y cargos de las Administraciones españolas y poderes estatales, electos o designados, sin excepción (lo que incluye al rey), se han comprometido a «cumplir y hacer cumplir la Constitución». Abundan los casos en que la segunda parte de este compromiso (hacer cumplir) es omitida de intento, con reiteración e intención desafiante. En casos tan visibles como los protocolarios, el Gobierno admite (y, por lo tanto, asume) esta violación del elemento simbólico, siempre prioritario.

Un reconocido experto en protocolo, J. Javier Carnicer, ha sintetizado las normas legales atinentes a la Bandera nacional y a las autonómicas. La ley, desde 1981, ordena con sencillez y sentido común lo que se deriva de las precedencias constitucionales. El Doctor Sánchez las viola en público (en lo que compite con acondroplásicos políticos como el increíble enano parlamentario Gerardo Pisarello). La Bandera (por antonomasia, la del Estado en que se constituye la Nación española) ocupará lugar destacado y de honor, figurará dentro y fuera de todos los edificios de cualquier Administración y junto a las autonómicas, si las hay. No se da otro supuesto: la bandera autonómica estará siempre con la de España y tras ella. Pretendía lo contrario una ley mamarracho aragonesa, que, por fortuna, quedó en nada, aunque en su día se desentendiera del caso el Justicia.

Ahora, quien lo pasa por alto es el Doctor Sánchez, cada vez que visita al ocupante separatista del Palacio de la Generalidad. Y, por si eso fuera poco, humilla la cerviz ante la calculada ofensa.

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