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El dormitorio de la casa familiar de un minero, cuyos muebles han sido donados por vecinos de Escucha.
El dormitorio de una casa familiar 
Heraldo

Durante las visitas guiadas a la morada de mi familia, me gusta apuntar que la decisión de no convertir dos cuartos en uno mayor se basó en el respeto al espíritu de quienes crearon el piso. Y entonces declaro solemne la siguiente frase del ‘Manifiesto Anti-reformas 2024’ que estoy ultimando: "Las reformas de las viviendas atentan contra el patrimonio cultural".

Dicho documento es fruto de una evolución personal, pues admito que cuando fui joven, habiendo coincidido mi adolescencia con el restablecimiento de la democracia en España, movido por el deseo irrefrenable de romper moldes y abrir horizontes, fui acérrimo partidario de tirar paredes para crear espacios más amplios.

Hoy, en cambio, apagadas aquellas ansias, a la vez que inmerso en un nuevo mundo digital y transparente donde la presencia física y la privacidad se extinguen, prefiero la opacidad de los muros y los cubículos que propician la cercanía personal. En ocasiones, hasta me sobran las ventanas.

Resistiéndome a dicho hábitat de pantallas y algoritmos omniscientes, y también a la misantropía que trae cumplir años, yo sigo enseñando mi hogar a quien, cada vez más infrecuentemente, nos visita por primera vez. Creo que este hábito, tenido por ordinario entre la gente chic, mejora los afectos. No en vano, la casa y sus enseres dicen mucho de alguien. Sin duda, enseñar a fondo el hogar es un acto de franqueza radical, al que, eso sí, se ha de responder con el tacto de no reparar en ciertos detalles. En este sentido, qué delicado ese urgente no querer ver, cuando se pasa por el dormitorio principal.

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