Empieza el año

A todos nos lanzan al mundo sin manual de instrucciones.
A todos nos lanzan al mundo sin manual de instrucciones.
M. Studio

Todo lo que empieza termina. Sólo lo eterno no tiene comienzo. ¡Pero vaya usted a saber! No tenemos ni idea de dónde venimos ni a dónde vamos. Ni cómo empezó el mundo ni cómo terminará. Los físicos elucubran con explicaciones siempre incompletas e imposibles de comprobar. A todos nos lanzan al mundo sin manual de instrucciones. Llegamos y nos vamos sin que nadie nos pida permiso. Eso tiene su gracia y también su desgracia. La parte ‘graciosa’ es, precisamente, el don de vivir. Se nos da sin más, sin merecimiento particular ni registro de méritos heredados por no se sabe qué ‘karma’ o cuento similar. La parte ‘desgraciada’, trágica, es reconocer que vivir es una gracia, un regalo. Nadie es propietario radical de su vida. Parece propia e inalienable, pero si se llega al fondo del asunto se descubre la paradoja. Hacemos, trajinamos, respiramos, vivimos, sin embargo, en el sentido más esencial no controlamos lo que somos. Sólo contamos y narramos lo que vivimos. Aunque para eso hay que seguir respirando cada día y usar las palabras necesarias para ordenar los sentimientos. El hecho de tomar consciencia de este ‘pequeño’ detalle tiene diversas lecturas. Todas dependen del repertorio de creencias, de ideales, de vivencias, de cariño que se haya recibido.

La vida se parece a una partida de cartas. Nos pusieron a jugar en un tapete que ni conocimos al llegar y tardamos en comprender cómo funciona o, lo más común, ni se entiende por mucho que se intente. Con más o menos fortuna aprendemos. Descubrimos las reglas, las explícitas y las implícitas. Unas veces a palos, otras de natural, sin sentir. Pareciera que todo está escrito antes de leer las páginas de nuestra biografía. Es cierto que escribimos fragmentos, incluso capítulos, pero el libro entero sólo se conoce cuando termina. Y entonces, ni eso. Ya no están los detalles que cada quien lleva dentro. No está claro si en el corazón, en el cerebro o en el hígado. Es lo de menos.

No es sólo cuestión de proteínas ni de cadenas de aminoácidos. A unos cuantos les gusta pensar que es un asunto estrictamente material. Creen que cuando el cuerpo acaba se termina todo. A otros ni les importa. A mí me han enseñado — y no lo puedo evitar– que hay algo más que pura carne. El mundo no es sólo materia. Ni sólo con madera se puede hacer soñar a Pinocho, ni sonar una vihuela.

El ‘sueño’ de una guitarra sirve de metáfora para buscar una explicación a lo que nos toca vivir. Los peones que sujetan los aros. Los trastes que se fijan al diapasón. Las clavijas que tensan las cuerdas. La cejuela que las alza. El puente con sus muescas. La tapa con los filetes y la boca decorada por la roseta. Necesitan algo más. Ese conjunto, esa totalidad necesita al guitarrero que construye, al compositor que imagina tempos y melodías, al guitarrista que pulsa y rasga para sí mismo o quien quiera escuchar.

Sea como sea, nos repartieron las cartas, nos pusieron a jugar. Y cuando uno se descuida, pierde la partida. Malbarata los triunfos o hace las bazas sin saber exactamente por qué, ni qué pasó. Dan ganas de romper la baraja, de mandar todo a la porra, de no seguir jugando y levantarse de la mesa. Antes o después termina… pero si no toca, no toca. Aunque se quiera. Esa sensación de un destino previamente escrito es tan difícil de probar como su contrario. Las causas de las cosas se desdibujan según se quiera leer la Vida. Ahí es donde se descubre la diferencia entre disfrutar y padecer. El dolor y el gozo comparten la misma piel y las mismas neuronas. Es lo de menos. No es una cuestión de inteligencia —ni natural, ni artificial—, es harina del costal de las emociones. Esas, intransferibles, socialmente disponibles y, más de una ocasión, compartidas, donde no da lo mismo jugar al mus, al rabino, al bridge que al guiñote. Cada uno tiene su lógica y su derrota.

Pese a todo, es posible barajar las cartas, revisar los naipes, jugar la mano y disfrutar. No queda otra alternativa. Gozar y amar. Estamos aquí para descubrir que la vida es un instante. Están en cada mano los triunfos para sentir que se van, que todo termina. Y al revés, que empieza con cada parpadeo. No hay modelos ni algoritmos para simular esa inercia. Empieza otro año. Bisiesto y con curvas.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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