El desastre educativo

Examen de selectividad en Zaragoza en 1999.
Examen de selectividad en Zaragoza en 1999.
Oliver Duch

Todavía recuerdo a un profesor de Latín que tuvimos en COU allá por 1978 -sacerdote, fumador de Winston y Bienvenido solo de nombre- que, de vez en cuando, interrumpía la clase, levantaba las manos pidiendo ayuda al cielo y doblaba el cuerpo hasta golpearse la cabeza con la mesa, mientras exclamaba «¡pobre universidad!», doliéndose de la ignorancia de los ceporros que muy pronto íbamos a poblar las aulas universitarias. 

Desde entonces, he oído y he leído, continuamente, miles de quejas sobre el lamentable estado de la educación, sobre lo poco y mal que aprenden los jóvenes de ‘hoy en día’, un hoy en día que en mi experiencia va durando ya casi medio siglo. Cuento esto a propósito de los comentarios que se han escrito sobre los resultados del último informe Pisa y de la idea, muy ampliamente compartida, de que la enseñanza en España es un desastre que amenaza el futuro de los jóvenes y hasta el de la nación. No pretendo llevar la contraria, pero, a la luz de mis propios recuerdos, me pregunto si no habrá que moderar un tanto la crítica. De momento, la generación de la que formábamos parte los alumnos del padre Bienvenido tampoco lo hemos hecho tan mal. En estos decenios España, aunque con altibajos, ha prosperado, ha gozado de paz, aunque no siempre de tranquilidad, ha dado brillantes científicos y grandes artistas y hasta, de vez en cuando, algún ministro sensato. Y los de la siguiente generación han viajado por el ancho mundo a costa de la nuestra, de sus padres. Aunque claro, nosotros somos los responsables del cambio climático; así que si es verdad, como parece, que la educación se degrada cada vez más, a saber qué horrores conocerá el futuro.

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