Por
  • Andrés García Inda

Cuento de Navidad

Cuento de Navidad
Cuento de Navidad
Heraldo

Aún faltaban ocho o diez días para la Navidad. Aunque la temperatura no era todavía muy baja, el cierzo lo revolvía y congelaba violentamente todo, como un anuncio del temporal de viento, frío y nieve que se iba extendiendo por toda la península y que estaba a punto de llegar. 

Y a eso se sumaba un peculiar fenómeno astronómico –difícilmente visible, con el cielo totalmente encapotado– que tendría lugar esa misma noche y que la mayoría de la gente interpretaba como un mal presagio, otro más, que evidenciaba el colapso ecológico y social inminente. La Agencia estatal correspondiente había decretado la máxima alerta meteorológica y por ese motivo los comercios habían empezado a cerrar muy pronto, a media tarde, el transporte público se había suspendido y las autoridades habían enviado un mensaje al móvil, avisando del peligro y recomendando encarecidamente a la población que permaneciera en casa. Ese fue el último mensaje que recibieron en el teléfono antes de quedarse sin batería. Y como no podían volver a casa, antes de que empezara a llover o a nevar sin remedio decidieron, algo asustados, refugiarse y pasar la noche en un pequeño local vacío, al que pudieron forzar la puerta sin mucha dificultad.

Al día siguiente, en la prensa apareció una breve nota que informaba de que,
en medio del temporal de la noche anterior, una joven había dado a luz en un local abandonado en el que se había refugiado. También llegaron unos extraños visitantes

A medianoche, cuando la tormenta ya estaba descargando, una vecina del inmueble de al lado alertó a la Policía Local. Alguien había encendido un fuego que parpadeaba en el interior del local, y éste poco a poco se había ido llenando de gente. Parecían estar montando una fiesta, ¡con la que estaba cayendo! Y efectivamente parecía una fiesta lo que se encontraron al llegar, a tenor de la algarabía: unas quince o veinte personas habían acudido a refugiarse y acompañaban a una mujer joven que había dado a luz apresuradamente, allí mismo. Todos parecían celebrarlo. Había un par de personas sin techo, unos cuantos trabajadores o curiosos que pasaban por allí volviendo a casa, varios repartidores de comida a domicilio y, a cierta distancia de todos, un perro vagabundo. Algunos vecinos se habían sumado y habían llevado bebida y comida caliente y algunas mantas. La Policía llegó a la vez que lo hacía la ambulancia, a la que ya habían avisado los acompañantes, cuando la tormenta empezaba a amainar. Los sanitarios se llevaron al hospital al recién nacido y a su madre, de los que, dijeron, se harían cargo los servicios sociales en los próximos días. Como al parecer la madre era menor de edad, a su pareja la Policía se lo llevó no sé si detenido o qué, para identificarlo y tomarle declaración, aunque la madre insistió en que él no era el padre de la criatura. Los agentes disolvieron pacíficamente la improvisada reunión, apagaron la pequeña fogata para evitar males mayores y cerraron como buenamente pudieron la puerta del local, a cuyo propietario avisarían a la mañana siguiente.

El día siguiente amaneció con el cielo prácticamente despejado. El cierzo aún soplaba pero lo hacía mansamente, como para facilitar la presencia del sol, que parecía posarse o descender suavemente sobre los restos de la tormenta. En la prensa apareció una breve noticia, entre la información local, en la que se contaba que, en medio del temporal de la noche, una joven se había tenido que refugiar y había dado a luz en un local abandonado, asistida por algunos vecinos hasta que llegaron los servicios de emergencia y la Policía Local. No se sabía nada más. Es todo lo que la misma vecina que llamó a la Policía pudo contar a unos extraños visitantes que acudieron temprano, por la mañana, y preguntaron por un niño que según sus informaciones había nacido en ese mismo lugar la noche anterior. Parecían peregrinos extranjeros por el acento, la vestimenta y las mochilas que llevaban. La vecina les contó lo sucedido y les indicó el local vacío, al que los viajeros aún pudieron acceder con solo empujar la puerta. Entraron serios y expectantes, pero no encontraron nada más que suciedad, lo que parecían restos de comida a domicilio y el rescoldo dormido de una hoguerica reciente. Contemplando los rastros de la lumbre uno de ellos dijo algo en una lengua ininteligible y los otros comenzaron a celebrarlo y a reír, como si hubieran encontrado un tesoro. Y así se fueron, sin decir nada más, silenciosos y sonrientes, escoltados por un chucho vagabundo que les seguía a distancia.

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