Por
  • Vicente Pinilla

Argentina

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Mis abuelos maternos se conocieron en el Hospital Español de Buenos Aires. Mi abuelo, de Erla y huérfano con tres hermanos más, emigró a finales del siglo XIX y se asentó en Dudignac, en la Pampa. 

Mi abuela, de Navascués en Navarra, de una familia de seis hermanos, se fue a Buenos Aires en 1906. Todos los hermanos de mi abuelo y la mayoría de mi abuela, huyeron de la pobreza y buscaron su Eldorado en Argentina. En 1918 regresaron mis abuelos y al final se asentaron en Zaragoza, donde montaron una fábrica de galletas de coco, la Nacional, que hacía competencia a la fábrica grande que era Galletas Patria. Me crie oyéndole contar a mi madre historias legendarias de su familia en Argentina, como la del perro que iba a buscar la leche cada día llevando la lechera entre los dientes. Todo esto me ha influido para tener una visión positiva de la inmigración o pensar que la lucha contra la pobreza y la desigualdad son tareas básicas. Además, Argentina ha tenido siempre un lugar especial en mi corazón, por dar una oportunidad a mi familia para llevar una vida digna. La semana pasada estuve una vez más allí, donde tengo buenos amigos y colegas con los que investigo sobre la historia económica argentina. He visto hartazgo con el peronismo populista, esperanza con que se hagan cambios y temor por el nuevo populismo triunfante. Al final, he vuelto preocupado por un país que en 1914 era de los de más ricos del mundo, pero que afronta crisis tras crisis sin encontrar un rumbo que le devuelva al lugar que merece teniendo tan buena gente.

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