Omella
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Heraldo

El pasado sábado, 25 de noviembre, se celebró el III Encuentro de Laicos de Aragón en el Colegio de Salesianos de Zaragoza. El salón de actos estaba al completo. Según los organizadores, éramos algo más de 700 personas. El lema, ‘Tú eres anuncio, presencia de Cristo’, definía el diseño del programa. 

La mañana tuvo como protagonista a D. Juan José Omella (1946). Tras un preludio de cantos de bienvenida –cargados de buena voluntad, con más agudos y volumen de lo necesario– y una oración –muy bien guiada y cantada–, los periodistas Ana Laiglesia y David López intentaron entrevistar al cardenal arzobispo de Barcelona. Como él mismo vino a decir, una cosa es que te pregunten y otra responder. Se nota que está bregado en su relación con los medios de comunicación y que lleva muchos años predicando.

A la primera pregunta respondió recuperando y releyendo el texto de su propia alocución en el primer encuentro de hace ya unos años, cuando era un joven obispo. A partir de ahí fue toreando las demás con habilidad y humor, emulando –como él mismo mencionó– a su paisano Nicanor Villalta. Recordó que es un hombre de pueblo, de Cretas, y mostró su vocación pastoral desde el principio hasta el final. Jugó con dosis de bonhomía, cordialidad e ironía para ganarse a la audiencia. En algunos momentos parecía imitar a Paco Martínez Soria, en otros se acercaba a Ratzinger. Se nota que es un cardenal creado por el papa Francisco. En su modo de hablar destaca más el pastor que el teólogo, el cura que acompaña a sus feligreses que el obispo que vigila, supervisa y sanciona las conductas en su diócesis.

La intervención del cardenal aragonés Juan José Omella en el Encuentro de Laicos de Aragón, nos mostró a un pastor cercano y cordial, que aportó emoción y sentimiento, aunque quizá faltaron argumentos y razones, y que transmite su convicción sonriendo

Insistía más en las obras que en las palabras, en el hacer que en el decir. Sabe que ahí radica la fortaleza del mensaje evangélico. Implícitamente, se refería al evangelio de Mateo (7, 16), "por sus frutos los conoceréis". Iba y venía apoyándose en un repertorio de anécdotas, de recuerdos, de vivencias de su infancia y juventud. Pero, sobre todo, de su formación con los Padres Blancos, de su paso por África, por pueblos y lugares donde ha vivido su vocación sacerdotal. Recordó a don Elías Yanes para destacar que siempre vivimos tiempos difíciles, que los viejos critican a los jóvenes y, viceversa, los jóvenes cuestionan a sus mayores. No eludió el escabroso asunto de los abusos y lo contextualizó desde una perspectiva global y pragmática. Es una lacra que hay que erradicar junto con el resto de la sociedad.

Tras el descanso, estaban previstos treinta minutos para preguntas al cardenal. Se pasaron volando. No fue un coloquio en sentido estricto. Ni el espacio ni el formato lo permitían, si se entiende como una "reunión en que se convoca a un número limitado de personas para que debatan un problema, sin que necesariamente haya de recaer acuerdo". Fue un sermón dosificado y salpimentado por sus dos interlocutores. Más allá de repetir aquí la literalidad de las palabras, el cardenal dejó un poso de espiritualidad comprometida con los próximos. Insistió varias veces en confiar en Dios y en ser solidarios en una sociedad cada vez más individualista. Recalcó en varias ocasiones que "la Iglesia existe para evangelizar" y no dudó en mostrar la exhortación apostólica de Pablo VI, ‘Evangelii nuntiandi’ como una referencia fundamental. Como tampoco dudó en recordar que los primeros apóstoles eran unos tipos limitados que se dejaron guiar por el Espíritu. Dijo muchas cosas, poco ordenadas, elaboradas de una manera muy personal, pero cargadas de esperanza, de alegría y de oración. Posiblemente las tres condiciones más subversivas y emancipadoras en los tiempos que corren.

El cardenal Omella se declaró un hombre de pueblo. No es un intelectual que argumenta su fe sobre principios teológicos pertrechados de racionalidad, de dogmas y dogmatismo. Es un hombre criado en el campo, en un rincón alejado del mundanal ruido, que ha terminado viviendo en una gran urbe como Barcelona. Se nota que no busca el poder ni el dinero, ni su eclesiología es la de otras épocas ni la Iglesia es la que fue. Aportó emoción y sentimiento, quizá faltaron argumentos y razones. En cualquier caso, transmite su convicción sonriendo, sin evitar los retos y rebosando ilusión.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Chaime Marcuello)

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