Ausencias y presencias

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (i) junto al presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido
El momento crítico
Eduardo Parra / Europa Press

Tal vez el último gran servicio de la reina Isabel II a la Corona británica fue morirse en Balmoral, junto al bosque de Ballachbuie, en el profundo corazón de Escocia.

El féretro de la soberana fue recibido solemnemente en la catedral de Edimburgo por la entonces ministra principal, la independentista Nicola Sturgeon, y el que era portavoz parlamentario de su partido, el SNP, dijo en la Cámara de los Comunes que «aunque era la reina de todos, para muchos en Escocia era Isabel, reina de los escoceses». Hubo, claro, protestas minoritarias porque hay republicanos, incluso furibundos, a quienes molestan los actos de la Corona. Pero hay que explicar que buena parte del independentismo escocés aboga por mantener la monarquía de los Windsor en un país separado del Reino Unido. 

Las diferencias con lo que ocurre en España, donde los desaires a la jefatura del Estado encarnada por la Corona funcionan, cada vez más, como timbres de gloria de la causa secesionista, son ingratas. Son solo una muestra del clima general, que propicia la melancolía y el lamento de tintes regeneracionistas que jalonan nuestra historia contemporánea. Las ausencias y los desplantes evidencian una deliberada falta de discernimiento entre la política, y sus ideologías, y lo institucional, y sus normas, entre las que se hallan también las más elementales de la cortesía. Que se hayan multiplicado en los últimos tiempos es síntoma de la tensa degradación que aqueja a la vida pública.

Es posible considerar cada uno de esos gestos, individualmente, como triviales, pero su acumulación delata la gravedad de lo que está pasando. No es casualidad que esas ausencias y desplantes a ciertas instituciones coincidan con presencias y reconocimientos por parte del Gobierno de la nación que resultan aberrantes. Son un reflejo perverso que permite sostener lo crítico que es el momento político, aunque sean muchos los que aún pretenden, por conveniencia o interés propios, vestir de normalidad lo que no lo es. Si esto forma parte, como parece, del final del sistema político surgido de la Constitución de 1978 es un triste final. No por el hecho de serlo, puesto que los sistemas se agotan y se reciclan, sino por el vergonzoso abandono de la decencia.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Alejandro E. Orús)

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