Por
  • Julio José Ordovás

Verano aragonés

Calle de Frías de Albarracín
Verano aragonés
Laura Uranga

Este verano he recorrido Aragón de norte a sur, desde el paseo de los Melancólicos de Canfranc al paseo fluvial de Albarracín. He visto ciudades tomadas por los turistas, romerías de senderistas y pueblos en los que no había más que cuatro viejos, sentados en los poyos de sus viejas casas, viendo pasar el tiempo porque es el tiempo, y algún que otro coche desorientado como el nuestro, lo único que pasa por las calles de esos pueblos abandonados de Dios. 

Estuve a punto de morir aplastado por el calor en la estación de tren de Calamocha, que debe ser la estación más inhóspita del planeta. Pasé un par de noches escalofriantes en un hotel cuyos empleados parecían miembros de la familia de Igor, el hijo de Frankenstein. Me emborraché con mis amigos en la peña del pueblo (las fiestas del pueblo son la recuperación anual de la juventud, como el fútbol es la recuperación semanal de la infancia). Me dieron ganas de zambullirme en la fuente de Cella, nunca había visto un agua tan llena de magia, y viendo las pinturas rupestres de Albarracín pensé que los seres humanos hemos cambiado el arco por el teléfono móvil, y no sé si hemos ganado mucho con el cambio. También me santigüé ante la tumba de mi padre, que hace un año que murió, y salí del cementerio con el convencimiento que no son los muertos los que están solos: los que nos quedamos solos somos los vivos.

No hay un lugar tan hermoso y tan desolado como esta tierra nuestra. Me emociona recorrer sus carreteras solitarias, sus caminos polvorientos, sus pueblos desvencijados, y volver después a Zaragoza, que no es la ciudad más bonita del mundo, pero yo no la cambio por ninguna otra.

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