Por
  • Daniel H. Cabrera Altieri

¿Inteligencia? artificial

Inteligencia ¿artificia?
¿Inteligencia? artificia
Krisis'23

El marketing de productos digitales (y el periodismo que se comporta como su extensión) nos tienen acostumbrados a un vocabulario etéreo y religioso. Un ejemplo, ‘la nube’ con su connotación aérea y casi misteriosa relacionada con el cielo. 

La realidad es un conjunto de servidores conectados a internet que guardan y procesan datos y software al que el usuario accede de manera remota sin depender de un servicio instalado físicamente en su dispositivo. Esa realidad tan concreta y material de la nube despierta inquietudes en todo el mundo por muchos motivos, entre ellos, los importantes volúmenes de agua y energía que consumen. Hace poco tiempo, por ejemplo, la Junta de Castilla-La Mancha dio luz verde al desarrollo de un gran centro de datos de la empresa Meta (Facebook) en Talavera de la Reina, Toledo que, en plena sequía, consumirá 200 millones de litros anuales de agua para refrigerar los servidores y unos 665 millones de litros si se cuenta el todas las instalaciones asociadas.

La expresión ‘Inteligencia Artificial’ es otro hito del marketing. El 30 noviembre de 2022 se hizo público el chatbot de inteligencia artificial ChatGPT desarrollado por la empresa OpenAI. Se trata de un modelo de lenguaje ajustado con técnicas de aprendizaje supervisadas y de refuerzo y que interactúa con el usuario de forma conversacional. Ese formato interactivo hace posible que ChatGPT, en palabras de la empresa que lo creó, "responda preguntas de seguimiento, admita sus errores, cuestione premisas incorrectas y rechace solicitudes inapropiadas". La interacción genera una apariencia de diálogo y la sensación de que estamos ante una racionalidad autónoma y reflexiva. Pero, ni es diálogo, ni es racional, ni es autónoma, ni es reflexiva.

El aprendizaje automático, nombrado como I.A., ha logrado despertar de la nada
un interés social que, a la vez, dirige la esperanza pública hacia lo intangible
y distrae la mirada sobre su realidad material.   

Más que hablar de Inteligencia Artificial (I.A.) habría que nombrarla como lo que es: ‘aprendizaje automático’, es decir, el uso de algoritmos que resuelven problemas automáticamente a partir de ejemplos que se le han introducido para su entrenamiento. La Inteligencia Artificial para que funcione necesita un gran adiestramiento previo con corpus de datos construidos por diversas fuentes. Estos datos fueron obtenidos con otros fines como las imágenes de rostros de las aduanas, datos y fotografías policiales, informaciones gubernamentales, interacciones de los usuarios con los dispositivos, información de videovigilancia, datos de deudores financieros, artículos y libros científicos o textos literarios. La I.A. depende, para su funcionamiento, de esos infinidad de datos obtenidos en gran parte por la vigilancia policial, política y empresarial. En ese sentido la Inteligencia Artificial, lejos de cambiar la sociedad, refuerza cada día los poderes dominantes, sus sesgos y su tendencia a la vigilancia y el control.

Para decirlo claramente, la I.A. es tecnología (de soft y hardware) pero, sobre todo, es un conjunto de prácticas sociales, políticas y culturas, de infraestructuras y de instituciones. Detrás de ella, también hay apropiación privada de recursos públicos, explotación laboral y extractivismo de materiales como el litio (cuya extracción causa algunos de los conflictos sociales actuales en diversas partes del mundo).

El nombre de ‘Inteligencia Artificial’ se usa como un recurso de promoción comercial y social para llamar la atención de usuarios, empresas e instituciones políticas.

El aprendizaje automático, como ChatGPT o Midjourney, nombrado como I.A. ha logrado despertar de la nada un interés social que, a la vez, dirige la esperanza pública hacia lo intangible (por lo tanto, incomprensible) y distrae la mirada sobre su realidad material.   

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