Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

España, ¿racista?

España, ¿racista?
España, ¿racista?
Fiorella Balladares

Una mala pregunta no puede llevar a una respuesta útil. Una pregunta mal formulada sólo da problemas. ¿Es España un país racista? Medios y programas de máxima presencia han planteado la pregunta, algunos con el conductor o conductora claramente posicionados en sentido afirmativo. 

En Amnistía Internacional lo dan por demostrado (‘caso Vinicius’); su manera de presentarla explica muchas cosas; el rigor aplicado en este caso sirve para medir el crédito que merecen otras opiniones cubiertas por esta organización. No se ha planteado de manera organizada un análisis de la propia cuestión. ¿Es razonable abrir una reflexión sobre una pregunta tan débil semánticamente?

A raíz de los insultos que recibe desde las gradas el futbolista Vinicius se han prodigado reflexiones poco rigurosas sobre el racismo en nuestro país

Racista. Creía que en España el concepto ‘raza’ cayó en desuso por consunción después de la película de Sáenz de Heredia, tan franquista ella. Hoy es un concepto completamente desacreditado por la ciencia. Ni siquiera en un uso coloquial tiene un pase: ¿De verdad creemos que los españoles tenemos más coincidencias genéticas con un escandinavo que con un argelino? En una reunión de ministros del área mediterránea vestidos con trajes semejantes, ¿diferenciamos con seguridad al español, al marroquí, al argelino... al turco? Si no hay manera segura de fijar los límites de las ‘razas’ no será posible asociar con la precisión exigible un determinado comportamiento con una percepción de diferencia racial. ¿O sólo va de negros?

España. Atribuir una determinada actitud a un colectivo de decenas de millones de personas es temerario. En todo caso, si quieren señalarse en tono coloquial algunos sesgos de comportamiento colectivo, habrá que basarlos en mediciones definidas con más rigor. En esos programas se aportaban declaraciones de trato discriminatorio pero se seleccionaban solamente las que coincidían con la tesis asumida por el conductor o conductora. ¿No hay ningún senegalés perfectamente integrado en un entorno laboral? ¿Ningún latino tiene un contrato de alquiler en España? Ninguna llamada discrepante; había un sesgo acentuado en la selección de la muestra pero, además, se acumulaban como homogéneas situaciones de discriminación que ya a simple vista respondían a razones distintas. ¿Raza o miedo de impago? ¿Raza o estilos de vida que comprometen la convivencia? ¿Acaso nos molestan nuestros discretos vecinos porque son chinos pero toleramos a unos ‘okupas’ alemanes?

Tenemos un problema de rechazo agresivo a lo diferente, pero no mayor que en otros países

La discriminación por raza no admite excepciones. A los racistas les molesta que entre en su restaurante un negro, cualquier negro, aunque sea un pianista virtuoso como Don Shirley (ver ‘Green Book’, 2019). Hitler no fue tolerante con el portentoso atleta Jesse Owens; prevaleció su rechazo a la raza sobre cualquier admiración atlética (y pocos la han merecido tanto). Si en el Real Madrid hay otros jugadores negros y otros virtuosos de la pelota han sido objeto de expresiones de parecida intensidad pese a su blanca palidez, la explicación racista es inválida; será más compleja y compuesta. La expresión de odio que Vinicius recibe constantemente no es por negro, sino por Vinicius. El fútbol es un ‘endoplaneta’ que se ha formado colonizando nuestra Tierra. Tiene un ecosistema compatible con la vida humana pero especialmente atractivo para seres parasitarios de gran violencia que han sufrido una evolución regresiva (ésta no la vio Darwin): son una especie que ha ido a un estadio evolutivo de unos cien mil años atrás. No insultan; sus gruñidos simiescos corresponden al nivel de expresión que han alcanzado.

Tenemos un problema de rechazo muy agresivo hacia lo diferente; de rechazo violento a la discrepancia. Pero en una apreciación no científica no creo que sea más intenso que en otros grupos, en otros países.

Lo que sí me parece diferencial es nuestro carácter penitenciarista. Palabra que acabo de inventar, aunque quiero evocar la expresión ‘penitenciagite’, aquella llamada vulgarizada y maníaca a la penitencia que usaba el personaje de ‘El nombre de la Rosa’ (Eco, 1980). Hacemos penitencia de manera compulsiva. Por nuestros pecados y por los que no son ni nuestros ni pecados. Tenemos facilidad para creernos lo que digan de nosotros, siempre que sea suficientemente negativo. Clavamos las rodillas pidiendo indulgencia, especialmente si los mensajes proceden de nuestros siempre ejemplares vecinos del Báltico o del Mar del Norte. ¿No será esta actitud penitenciarista más notoria que el racismo?

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