La naturaleza fluye y emociona

La naturaleza fluye y emociona
La naturaleza fluye y emociona
Fiorella Balladares

Hace tiempo que se habla de los destrozos de la intervención humana en la naturaleza. Antaño existía mayor conexión con los paisajes, los ecosistemas y las especies. Relación emocional que ha cambiado por la urbanización y la satisfacción informática de los deseos. 

Pero el paréntesis de la pandemia invitó a (re)pensar que el bienestar humano se acentúa en su contacto con la naturaleza; aunque no se perciba el lugar en su conjunto. Casi todos nos sentimos atraídos por un rincón especial en el Aragón diverso, al cual pertenecemos. Nunca somos olvido pleno porque nuestra mente nos recuerda algún territorio aunque estemos lejos. Además, fluye el interés si nos internamos en un paisaje concreto o planeamos una próxima visita. Se restablece un vínculo emocional, antiguo o ahora imaginado. En esa conexión intervendrán sin duda la belleza objetiva y el disfrute afectivo; acaso la alegría por el recuerdo de contactos físicos similares o de escapadas en compañía de alguien.

Todos sentimos una vinculación especial con la naturaleza, al menos con lugares y paisajes concretos

Esa renovación fluida por los sentidos es más probable que se repita con lugares tan singulares o bellos como la Canal Roya o el Parque Nacional de Ordesa, pero también en otros menos espectaculares o en pueblos abandonados. En esos momentos surge la emoción que nos recuerda que nuestras vidas se basan en la ecodependencia, como bien sentían los antiguos lugareños sin definirla como ahora. Solemos valorar mucho más lo esplendoroso, lo grande y lo adornado de vegetación exultante que el territorio árido de los Monegros o del Campo de Belchite. Al mismo tiempo no lamentamos como deberíamos que el Ebro baje casi seco. Será porque la naturaleza urbana parece que no existe o porque se piensa que el agua no es naturaleza en peligro hasta que deja de manar por nuestros grifos.

Hemos de (r)establecer una forma diferente de estar dentro de la naturaleza. Tenemos la sospecha, en algunos casos empírica, de que existe una clara relación entre la vinculación afectiva con la naturaleza y la construcción personal de actitudes y de una buena parte de los comportamientos proambientales. Pensemos en la respuesta que los lugareños y otras gentes dan a los incendios cercanos. No lamentan solo lo material que pierden con las llamas sino que se sienten parte de esa naturaleza que los liga a la tierra –incluso sin darle mucha importancia– y en un momento desaparece de su vista. Todos nosotros practicamos naturaleza por acción u omisión; somos sus herederos y lo serán las sucesivas generaciones. Así nos habla David Attenborough, el entusiasta divulgador de la sublime biodiversidad. La naturaleza líquida fluye cuando la ciudadanía se alía en su defensa. Algo similar debió sentir Ramón J. Sender cuando componía sus obras americanas, y amaba aquella tierra tan diferente del fluido paisaje natural y humano que (lo)nos atrapó en ‘El lugar de un hombre’, pleno de fragilidades.

Esa emoción que fluye en los humanos debería llevarnos a ver en lo natural algo más que un mero recurso mercantil

Por todo lo anterior no deben sorprendernos las acciones de proximidad con la naturaleza mostradas últimamente por la sociedad aragonesa: Canal Roya, Anayet y la Partacua, y el eterno recuerdo de Castanesa. Por eso algunos deseamos la reconexión con ella, esa emulsión motora que nos una en forma de emoción y afecto. Para que sea esperanza aplicable a otros entornos delicados como el Maestrazgo y el resto del Aragón vaciado amenazado por la electrificación, o a los frágiles Monegros. La naturaleza identitaria nos abre emociones de par en par, incluso más que aquellos hechos históricos que tanto se venden. La gente que defiende estos ecosistemas –objeto de deseo mercantil– se apoya en ámbitos sensoriales, intelectuales y afectivos que impregnan la mente cual líquido renovador de esperanzas. A quienes tengan responsabilidad de gestión tras las elecciones municipales y autonómicas habrá que pedirles que miren hacia fuera para entenderse a sí mismos o sus actuaciones; sobre las que habremos de estar vigilantes porque su pasado inquieta. Deberían retomar la defensa global del medio natural, el cual se ve a menudo como un supermercado de cosas, no escenario de afectos. Disfrutemos con respeto de los santuarios naturales de arte libre, modulados por la interacción del tiempo-espacio, prestados por nuestros abuelos y legados a nuestros nietos. Es un deber colectivo. Como siempre, el tiempo pondrá a cada cual en su sitio.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Carmelo Marcén)

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