Por
  • Ana Alcolea

Bogotá

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Recién he aterrizado después de pasar unos días en la Feria del Libro de Bogotá, cuyo tema de este año es ‘Raíces’. Acabo de despertarme después de dormir doce horas seguidas, evento que no formaba parte de mi memoria vital. 

Asistir a una Feria del Libro en Latinoamérica es una de esas curas de humildad de las que tan necesitadas estamos las sociedades que nos creemos el ombligo del mundo. Me preparé bien mis intervenciones acerca del viaje, y de la influencia de lo indígena y lo afro en la literatura infantil y juvenil. Releí el Popol Vuh, que fue uno de los primeros que compré con mis ahorros, leí libros de leyendas americanas, estudié aspectos míticos y cosmogónicos de las artesanías nativas. Ya allí compré o me regalaron libros de autores colombianos que manejan la lengua española con una calidez primorosa, como Celso Román o John Fitzgerald Torres. Hablé con escritores que son ellos mismos la madre Tierra, y que la cantan desde la esencia ancestral. Escuché a Mary Grueso declamar su poema ‘La muñeca negra’. Escuché a Fredy Chikangana leer sus versos en quechua y luego en castellano. Lloré de emoción y de belleza. El mundo es grande y a este lado del océano se nos olvida a menudo la riqueza cultural, creativa y creadora de América Latina. Se nos olvida que miman, acunan y acarician la lengua castellana como al hermoso tesoro vivo que es. Y se nos olvida que su herencia ancestral es parte de la nuestra porque todos somos parte de este gran milagro universal que es la Tierra.

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