Zaragoza arrastra

La esquina de Sagasta con Gran Vía es una de las más ventosas de la ciudad
Zaragoza arrastra
Oliver Duch

Decía feliz que pasaría dos días en Zaragoza mientras la gente en Madrid me pedía que me cuidara. La propaganda en mitad de una borrasca de la estación Delicias como fábrica de frío no ayuda; tampoco los vídeos de la avenida Navarra con un viento que arranca contenedores de basura y obliga a los ciudadanos a luchar contra el cierzo para cruzar un paso de cebra. 

Uno llega a su ciudad con alegría, pero los foráneos te imaginan paseando con una sonrisa mientras detrás de ti se desata el caos con personas volando a merced del viento, gritos, cachirulos para hacer parapente, cables de alta tensión agitándose sin control y coches volando en espiral hacia el infinito. Aún recuerdo con cariño una tarde de viernes (el mejor momento de la semana) en la que el cierzo me levantó la maleta del suelo cuando salí de Delicias. Yo la vi volar un poquito sin acordarme si me la había comprado con hélices y cuando por fin cayó, la verdad es que me hizo gracia. No sé. Supongo que los zaragozanos estamos un poco sonados y profesamos un amor irracional a una ciudad en la que a mí se me ha pedido clemencia, un bar, un refugio interior; y todo ello sin ser yo consciente de la urgencia. En Zaragoza tenemos de todo y luego un poco más de viento que el resto. Un hecho diferencial del que ya no somos conscientes pero que recuerdas cuando traes a extraterrestres al territorio y te miran como si nos fuéramos a meter dentro de un huracán. Un territorio agreste que se anunciaba en mis inviernos en Casetas, cuando por una pequeña rendija del baño que conectaba con el exterior escuchabas mientras te duchabas cada mañana cómo soplaba un viento helador y bestial que se llevaba las piedras, las banderas, la tierra y al casetero hacia la capital.

Zaragoza es una desconexión hermosa de ciertos miedos a la naturaleza por ser ella misma un desafío que te mece, cría, y envía a otros puntos del país a no temer por lo que te lleva y despeina. Más si cabe con la borrasca Juliette que nos voló y que a mí me recordó noches heladoras de universidad en el bar Desastre de la calle Lozano Monzón donde Juliette sonaba a Platero y tú, y nosotros salíamos en mangas de camisa a charlar o a hacer el tonto. La meteorología como tratamiento contra el miedo a lo que arrastra y que te enseña a mirar por el retrovisor. 

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