El Gobierno aprieta el acelerador para sacar adelante dos controvertidas reformas legales que le permitirán, por una parte, controlar el Tribunal Constitucional y, por otra, satisfacer los deseos de ERC, su principal aliado, a través de una modificación a medida de uno de los delitos de corrupción (la malversación) para beneficiar al independentista Oriol Junqueras y proteger a otros líderes secesionistas, incluido Carles Puigdemont. Pedro Sánchez está culminando, con su mayoría antinatura en el Congreso y en el Senado, el deterioro de algunas de las normas básicas de nuestro Estado de derecho por la vía de los hechos consumados y prescindiendo de cualquier tipo de informe de los órganos consultivos. El presidente no puede romper el equilibrio entre los poderes del Estado, por mucho que el PP esté bloqueando la renovación del Poder Judicial, ni modificar el Código Penal para beneficiar a personas concretas.

La Moncloa está debilitando la calidad de la democracia española. Así se lo están señalando la mayoría de los partidos, incluidos algunos ‘barones’ socialistas. El PP le adjudica una «deriva autoritaria»; Vox anuncia una moción de censura; Yolanda Díaz marca distancias; y en el PSOE están inquietos ante la modificación a la baja de un delito de corrupción para satisfacer al independentismo. También el estamento judicial ha mostrado sus discrepancias con este Ejecutivo desde que concedió los indultos a sus socios.

Más allá de que los vocales del CGPJ elegidos por el PP exijan un pleno urgente para esquivar la nueva ley del Gobierno, Sánchez y el PSOE, como partido de Estado, no pueden seguir adelante con esta deriva de destrucción política y jurídica, que afecta al pacto constitucional de 1978. No tiene ningún sentido que actúen al dictado de partidos que, de modo expreso, se declaran adversarios de la Carta Magna en aspectos esenciales de su texto.