Vivir, envejecer, morir

Vivir, envejecer, morir
Vivir, envejecer, morir
Krisis'22

La muerte de Isabel II de Inglaterra ha sido el acontecimiento más reseñado de la última semana. 

Como a cualquier ser humano, le ha llegado su final. Su sanmartín, dirá alguno. Eso sí, después de casi un siglo de vida, con 96 años y unos meses, muy por encima de la media. Ha vivido como una reina, pero no se ha librado de múltiples sinsabores. No le ha faltado de nada pero, desde fuera, no atrae vivir en su cárcel de oro. Mucha pompa y circunstancia, mucho de todo, pero sometida a las obligaciones de una corona nada fácil de sostener. En cualquier caso, ya no está. Por cierto, como debe ser, mortal como usted que lee estás líneas y yo que las escribo.

Nuestro ciclo vital, en tanto que humanos, comienza y termina siempre del mismo modo: nacemos y morimos. En medio caben las explicaciones y etapas que se quiera. Se resumen conjugando el verbo envejecer. Erik Erickson (1902-1994) proponía tres dinámicas interrelacionadas: la biológica del cuerpo (soma), la psíquica individual (psyche) y la social o cutural (ethos, decía equivocadamente). Desde esa perspectiva holística se comprende que lo genético no es lo único, pues lo epigenético es igual de importante. Dicho de otro modo y parafraseando a Ortega, las circunstancias hacen que la secuencia de nucleótidos que constituye el ADN individual se exprese de un modo u otro. Según el mundo de la vida que nos toca, activamos unas u otras respuestas adaptativas al contexto desde el que narramos lo que vamos siendo.

Hoy se prefiere lo nuevo, lo recién fabricado, la última versión del sistema operativo o del dispositivo electrónico

Vivir es envejecer. Tiene la parte positiva de permanecer en el tiempo y la menos valorada en nuestra época de hacerse viejo. Hoy se prefiere lo nuevo, lo recién fabricado, la última versión del sistema operativo, del dispositivo electrónico, etc.. Sin embargo, necesitamos envejecer para conseguir la sabiduría que dan los años. Así, tenemos la oportunidad de ganar en conocimiento y en experiencias que nos permiten contrastar lo que somos y sabemos. Esto no es una conquista inmediata, que se alcance de suyo, el simple paso del tiempo no es garante de nada. Para eso se requiere de una reflexión de segundo orden que permita concienciar el declive, la permanencia y la sabiduría que cabe asociar al envejecimiento.

De hecho, la vejez es el resultado de haber vivido. Y vivir es un verbo que se conjuga viviendo. Por un lado, es intransferible y no es conmutativo. Por otro, compartimos elementos que nos hacen pensar que vivimos ‘lo mismo’. Esto se debe a dos supuestos, primero, la creencia de que ‘vemos’ el mundo igual y este es equivalente para cualquier observador. Segundo, entendemos que somos de la misma pasta, genoma dirán, que nos hace ‘homogéneos’. Como si fuéramos parte de una misma cadena de información, de condicionantes y de acontecimientos. En el fondo, somos en la medida que nos hacemos parte de la vida. Situados en esa dinámica, al igual que las plantas o los animales, hay un tiempo para cada etapa. Se siembra y se nace. Se crece y se madura. Se florece y se marchita. Se vive y se muere. En esa dinámica, la etapa final de nuestro desarrollo evolutivo nos conduce al límite. Y nuestro límite, como humanos que somos, es justo la muerte. Si la salud acompaña, tarda en llegar. Aunque siempre cabe esperar a morir, hay un momento donde se siente más cerca el final. Y esto se percibe especialmente con la edad.

Sin embargo, necesitamos envejecer para conseguir la sabiduría que dan los años

Cuanto más viejo se es, más se nota que la muerte acecha. Quizá por eso niños y adolescentes ‘adolecen’ de una falta de consciencia a ese respecto. No han tenido tiempo suficiente para percibirlo. Para sentir ese tope final hay que haber experimentado el declive y la decadencia del propio cuerpo. Esa experiencia se vive de forma acentuada con la edad o con la enfermedad prematura; esta adelanta la pérdida de energía y de salud. Mientras esto no llega, rara vez se ven las orejas al lobo. En esa lógica implícita, el tiempo no existe, pero, sin él, no somos. El tiempo se vive y se cuenta. Y también se espera, como proyecto o como límite. El declive de nuestra propia existencia nos va mostrando los efectos del envejecimiento. La esperanza es vivir sin decaer, sin perder condiciones, un sueño imposible de alcanzar como mortales. Saturno nos devora, también a reyes y reinas.

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