Por
  • Julio José Ordovás

Rock y toros

Morante de la Puebla, en la feria de San Juan y San Pedro de León
Rock y toros
EFE/Casares

A Morante de la Puebla solo le falta salir a torear con un traje de luces diseñado por Dolce & Gabbana. 

El toreo, como el rock, no deja de ser un ejercicio de chulería y Morante es un dandi vacilón, con patillas de bandolero, que da por hecho que la lidia no sobrevivirá si no genera espectáculo tanto dentro como fuera del ruedo. Y generar espectáculo quiere decir, básicamente, dar que hablar.

Hace tiempo que los poetas lloran las lesiones de los futbolistas, no las muertes de los toreros. Estaría bien que un diestro jovencito y resultón se subiera a alguna carroza del Orgullo Gay a mover el culo y a romper tabúes. La tauromaquia exuda homoerotismo, aún más que el rugby y el fútbol, lo que ya es decir. Salvo para cuatro entendidos, que cuando se ponen a hablar de las chicuelinas y verónicas de Gallito y Belmonte son tan pelmazos como los cinéfilos cuando se lían a analizar los movimientos de cámara en las películas de Orson Welles, ir a los toros es un acto de fe, o sea, la excusa perfecta para tomarse unos gintónics con los amigotes, fumarse un buen puro, saludar a algún correligionario, berrear un rato y oler la sangre del toro, que es el aroma macho de la España profunda y olé. En la plaza se huele el miedo a la muerte y se respira la tragedia a ritmo de pasodoble. Polvo, sudor y moscas a las cinco en punto de la tarde.

El problema de Morante es que se le nota demasiado que no se olvida de sí mismo ni por un momento. Para él la faena es un instrumento del yo, publicidad de sí mismo, lo que lo convierte en un esclavo del público. Esto es lo que les pasa también a muchos músicos de rock. Y a demasiados escritores.

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