vivir de memoria. naturaleza y literatura

Eduardo Martínez de Pisón: "He querido y he podido penetrar en el corazón de las montañas"

El geógrafo, naturaliza y escritor, de 87 años, recorre algunos hitos de su vida y explica su amor por el paisaje y los libros y los Pirineos

Eduardo Martínez de Pisón, de 87 años, siempre ha aprendido de todo lo que ha hecho.
Eduardo Martínez de Pisón, de 87 años, siempre ha aprendido de todo lo que ha hecho.
Oliver Duch.

“A mi abuelo, materno, lo desterró Primo de Rivera a Soria, porque era liberal, y lo acompañó en el destierro mi madre, vallisoletana, la única chica entre varios hermanos. Allí conoció a un ingeniero de montes de Vitoria, se enamoraron y se casaron. Y de esa boda naceríamos mi hermana Encarnación y yo. Mi padre había trabajando previamente en el Pirineo, en el vallo de Ansó, como cartógrafo, realizó la hoja del 1:50.000 del Pirineo… Como ve, había como una llamada de la selva en la familia”, dice Eduardo Martínez de Pisón, unos segundos antes de pronunciar una conferencia en al Biblioteca de Aragón.

¿Como le fue en Zaragoza?

Al principio vivimos en un hotel en la calle don Jaime y luego nos fuimos a vivir al Paseo de las Damas, 7, principal izquierda, allí. No noté casi nada en ese cambio de vieda. Entonces las sociedades eran muy abiertas, al menos para mí, que era un niño moldeable. Fui a los Agustinos, fue una decisión de mi padre. Viví y estudié una larga temporada aquí y únicamente ya me fui a Madrid cuando me dieron una beca de pensión completa para el Colegio Mayor Nebrija. Eso sí, antes, en la Universidad de Zaragoza me acuerdo de un joven José Antonio Labordeta, muy dinámico, organizando recitales.

¿Qué significó Zaragoza para usted?

Mucho. Fue una época de formación sustancial, aquí me hice persona. No tengo ningún trauma; por más que escarbe en mi conciencia, no lo encuentro. Tuve aquí varios amigos, primero en el colegio y luego en la Universidad. Cuando estábamos acabando a bachillerato y empezando la universidad, hacia 1954 ya (solíamos pasar los veranos en Alhama de Aragón), un muchacho de allí, Amalio Guajardo, me dijo: “¿Por qué no nos vamos con un grupo de amigos míos al Pirineo a pasar quince días?”. Me encantó la idea. Yo solo conocía el Pirineo de una excursión a la que nos habían llevado los frailes, de la Virgen del Pilar a la Virgen de Lourdes, y quizá de otro viaje al valle de Tena, más fugaz, en un diciembre de tormentas y nieves.

¿Qué pasó?

Fue un viaje iniciático en toda la regla. La excursión empezó en Sallent de Gállego y acabó en el refugio de Góriz, atavesando la montaña. Nos hizo malo, nos hizo bueno, y de esa excursión salimos hechos otras personas distintas. Fue fantástico.

¿Por qué?

No pasó nada. Pasó dentro. Pasó internamente: yo viví la gran naturaleza pirenaica y me di cuenta de que era feliz y de que era capaz de recorrerla incluso con un tiempo infernal como nos hizo. Pasar por la alta montaña, pasar por los neveros, por los collados altas, pasar por las Clavijas de Cotatuero, aquello me pareció prodigioso. Y luego ver que el final fuera Ordesa, que es precioso, que es una maravilla, era como la guinda de aquella fantástica travesía por el circo de Piedrafita, por lugares que tengo idealizados, como la Canal Roya. A partir de entonces he sido otro. Aquella excursión fue la clave: fue la del deslumbramiento, la del rompimiento de gloria, no.

Usted tiene una percepción, digamos, como muy poética, espiritual y disfrutona de la naturaleza.

Claramente sí. Yo me he dedicado a la ciencia de la naturaleza, de forma profesional, pero he sido arrastrado por esa componente. Y eso me ha acompañado siempre: en mis viajes por el Guadarrama, que fue el bálsamo que reparaba la ausencia y el alejamiento del Pirineo; luego en un viaje inolvidable por el Polo Norte, uno de los odiseas más excepcionales de mi vida, que te vinculaba con los exploradores polares, en la odisea por el Himalaya, etc.

¿Cómo le marcó estudiar en Madrid?

Mucho. Fue una experiencia fabulosa, no tanto por la Universidad Central, donde me matriculé en Filosofía y Letras, en la rama de Historia, como por otras cosas. Fui un buen estudiante, pero no tanto de mi carrera o de mis asignaturas como por los conocimientos periféricos: me interesaba todo. Era muy lector y me interesaba sobre todo el entorno cultural de las cosas. Y sin arrogancia alguna, puedo decir que también he sido muy escritor con alrededor de 30 títulos individuales y miles de páginas aquí y allá. Y he sido dibujante de mapas, de viñetas, de planos, e incluso colaboré en ‘Cuadernos para el diálogo’ y con Rafael Sánchez Ferlosio para ‘El testimonio de Yarfoz’, donde le dibujé un mapa.

¿Tuvo maestros decisivos?

Le diría tres, que actuaron como imanes: Santiago Montero Díaz, profesor de Historia Antigua y de las religiones, era una eminencia, en el sentido intelectual; Manuel de Terán, que es mi maestro verdaderamente, el que decantó mi destino hacia la geografía y el que alentará mi tesis doctoral ‘La geografía urbana de Segovia’. Y el tercero sería Julián Marías.

¿Julían Marías, el filósofo y padre de Javier Marías?

Un compañero de Soria, con el que me fui a la vez a Madrid, Helio Carpintero, era muy amigo de Julián Marías, él y su padre. Julián había montado un Instituto de Humanidades con la Fundación Ford y con apoyos del Banco Urquijo. Me acogió dentro de su propio grupo en el que estaban grandes maestros: la escritora Carmen Martín Gaite, el historiador del Arte Enrique Lafuente Ferrari, el historiador José Luis Jover, el polígrafo aragonés Pedro Lain Entralgo, del que conservo maravillosos recuerdos: era un conservador afectuoso y demócrata que defendía la libertad. Nos reuníamos todos las semanas en casa de Julián Marías o en la Casa de las Siete Chimeneas. Julián Marías poseía una personalidad brillantísima, capacidad de profundidad y grandes conocimientos. Era de una humanidad enorme.

Daría clases en Madrid y finalmente lograría la plaza de Catedrático en la Universidad de la Laguna.

Como se puede imaginar detrás de casa experiencia hay historias fundamentales. Fui profesor de Bachillerato en el Colegio Estudio, en dos épocas, diferentes y aquella experiencia me cambió la vida. Era un colegio emparentado con la Institución Libre de Enseñanza. Con lo que ganaba me iba a Segovia, me alojaba en el hotel El Comercio y así puede hacer mi tesis doctoral. Estuve en muchos foros y frentes. Salió una oportunidad de ir a Los Andes, a Groenlandia, al Everest. He estado en muchas del mundo, he ido asociado a expediciones alpinistas y por eso he querido y he podido penetrar hasta muy dentro: en el corazón de las montañas.

Ha escrito muchos libros, y de algún modo se concentran en ‘Las montañas y el arte’ (Fórcola). El libro de una vida y de una pasión.

Sin duda, ese libro es la decantación de muchas querencias y muchos trabajos y mucho material querido y es algo que he hecho con mucho cariño. Creo que es mi gran libro.

Aún así el Pirineo es su debilidad. ¿Por qué?

Me da un sentimiento de la naturaleza y de la montaña y me quedo adscrito a la montaña a través del Pirineo. Profundicé más en él a través de Ramon de Carbonnières, Franz Schrader, Lucien Briet, el conde Henry Russell y otros muchos. Esa gente la leí, compraba sus libros en Pau, me instruyó y me enseñó a ver las montaña de una manera poética. Claramente poética. Hay algo que debo decirle…

Le escuchamos con gozo.

Hay una persona clave en mi vida, en mi formación y en mi destino. Margarita Fernández-Ahuja, mi mujer. Éramos compañeros de curso. Nos hicimos novios, nos casamos, me enseñó muchísimo y me ayudó más. Ha sido lo más fundamental de mi vida. Murió hace cuatro años. Quedé traumatizado y huérfano. He sido feliz y casi toda mi felicidad se la debo a Margarita. Es la verdad. Tras su muerte escribí un libro de poemas, Ausencia, en su honor.

Emocionante. Creo que los lectores ya sospechaban hace rato que usted hacía versos. Una última cuestión, si me lo permite. Ahora que han pasado ya algunos meses, ¿qué piensa de que le hayan negado el Premio de Medio Ambiente del Gobierno de Aragón? Usted ya fue Premio Nacional de Medio Ambiente en 1991.

Le voy a decir la verdad: no me importa nada. He recibido tantas muestras de cariño y de admiración y de reconocimiento que no me importa nada. De veras. Nada en absoluto. Allá ellos.

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