Cuando Vox, a cambio de dar su apoyo al PP, se cobró hace un par de semanas su primera pieza de caza mayor en la cultura aragonesa, Periferias, el creador de este festival constató «el final de una era» en Huesca. Luis Lles acertaba en el diagnóstico y lo corroboró que durante unos días se pasara a hablar para mal en los medios de comunicación de todo el país de una ciudad que, no mucho tiempo atrás, era motivo de asombro y alabanzas reiterados en esos mismos foros por la vitalidad y originalidad de su programación; una población de apenas 50.000 habitantes en la que, además de Periferias, ocurrían bastantes otras cosas atractivas y pertinentes a lo largo del año impulsadas desde el Ayuntamiento, en la que el poso de todo ello estaba animando nuevos públicos y artistas, la cual ha despuntado también nacionalmente por su gastronomía.

El entierro de aquel festival es fruto de una inquina política sin fundamento. Pero el cambio de modelo al que aludía Lles tiene raíces más antiguas: están cayendo en desuso, en Huesca y en el resto de Aragón, unas formas de hacer cultura desde la Administración sobre las cuales había existido coincidencia general casi desde la Transición; que buscaban atender a cuanta más ciudadanía mejor pero igualmente premiar la excelencia y hasta impregnar de cierta poesía la gestión de lo público. Ha ocurrido que la ‘espectacularización’ se ha ido imponiendo a la valía, el criterio y el riesgo, abandonando las instituciones de paso la misión de llegar donde no lo hacía la iniciativa privada y también la de ser semillero para el futuro.

La cancelación de Periferias ha resultado un aldabonazo en este final de 2023 sobre lo que puede venir pronto. Hay motivos para temer más mermas.