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Sánchez Dragó: la vida exagerada de un vitalista espiritual y letraherido que adoraba a las mujeres

El escritor, viajero y divulgador literario sedujo al país con 'Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España' e inició así su intensa trayectoria

Fernando Sánchez Dragón, en un viaje a Zaragoza en 2011.
Fernando Sánchez Dragó, en un viaje a Zaragoza en 2011.
José Miguel Marco.

Se ha ido Fernando Sánchez Dragó (1936-2023) y de infarto, en su último refugio: Castilfrío de la Sierra (Soria). Hay varias frases que definen a este escritor, comunicador y viajero que se puso la vida por montera. Ante todo, más que un provocador o alguien que nunca encontró su sitio del todo, ni siquiera cuando era muy famoso y estaba en la mente y en la pluma de muchos, fue un iconoclasta, un hedonista y, por supuesto, un letraherido. Ya desde niño, cuando creía que salía a la calle con un ángel de la guarda, decía que quería ser escritor. Más adelante, agregaría que Ernest Hemingway era su modelo de escritor. También diría que hubiera querido ser Gerald Durrell y Antoine de Saint-Exupéry. O quizá aquel Rudyard Kipling, que lo acompañaba a menudo.

Entre sus libros preferidos, y tenía muchos, y bien leídos y anotados y subrayados, figuraba ‘La Eneida’, de Virgilio, el libro que habría querido escribir después de haber vivido una aventura tan extraordinaria como la de Eneas. De ahí que este autor torrencial, jovial y aventurero hiciera del viaje uno de los motivos centrales de su existencia y de su escritura autobiográfica. Autobiográfica a la manera de Sánchez Dragó, un autor y un ciudadano arrebatado, lúcido, que fue derivando de una ideología próxima al comunismo, o cuando menos al Partido Comunista de España, hacia posiciones más conservadoras, hasta apoyar a José María Aznar en 1993 y proclamar no hace mucho, casi 30 años después, que asumía al 90% el programa de Vox. También se supo que fue él quien sugirió al partido de extrema derecha el nombre de Ramón Tamames para ser el candidato en la reciente moción de censura.

Fernando Sánchez Dragó siempre arrastró el misterio doloroso de la muerte de su padre -el periodista Fernando Sánchez Monreal- en los inicios de la Guerra Civil. Hizo de ello, por decirlo así, un mito personal, que acabó cristalizando en un libro. En sus dos libros de memorias (no llegó a tiempo de acabar el tercero), ha contado su infancia especial, su pasión por las letras, su amor a Madrid en el primero, de ecos machadianos. ‘Esos días azules. Memorias de un niño raro’, algo que, en el fondo, nunca dejó de ser. Y en el segundo, ‘Galgo corredor. Los años guerreros (1953-1964)’ narra el mundo de un Madrid fascinante, plural, donde podía pasar de todo: en la Universidad, allí estudiaba letras, podía encontrarse con cineastas como Berlanga o Bardem y escritores como Cela y Dámaso, y en aquellos cines donde todo era posible podían aparecer el citado Hemingway o Ava Gardner o una espléndida Sara Montiel.

Por entonces, además de esa pasión irreductible por la cultura que nunca le abandonó, aunque a veces pareciese que la entendía como una proyección de su personalidad peculiar y con un claro sentido del espectáculo, asimiló la militancia de izquierdas (estuvo muy próximo a Jorge Semprún, por poner un ejemplo) y conoció la cárcel en dos ocasiones. En 1956 y 1958. Más tarde se exiliaría, vivió en directo el mayo francés y abrazaría diversas líneas de fuga o de afirmación: la pasión por los países, cierta inclinación hippie, una promiscuidad permanente, que lo alejó de algunos compañeros comunistas, el orientalismo e incluso el estudio de las religiones, entre ellos la corriente poco ortodoxa o herética del priscilianismo, pero también el Camino de Santiago, al que dedicaría una monografía. La atracción por el esoterismo y la literatura mágica y fantástica lo llevó a algunos encuentros en el Matarraña.

Fernando Sánchez Dragó compaginó el hedonismo con la espiritual, el sentido de la amistad con la promiscuidad, la historia rigurosa con la pura fantasía. Y escribió siempre desde un lugar del yo.
Fernando Sánchez Dragó compaginó el hedonismo con la espiritual, el sentido de la amistad con la promiscuidad, la historia rigurosa con la pura fantasía. Y escribió siempre desde un lugar del yo.
José Miguel Marco.

El Fernando Sánchez Dragó que se hizo famoso del todo, a través de las páginas de ‘Diario 16’ (luego pasó a ‘El Mundo’), daría un auténtico golpe literario con un libro, que es toda una poética personal: ‘Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España’, que publicó Hiperión en 1978 y merecería el Premio Nacional de Ensayo, en 1979, no sin alguna polémica. No era un libro riguroso exactamente, o por lo menos no tan riguroso como otros: era un libro personal, especulativo, osado, una mirada sobre muchos temas (entre ellos el aragonés Miguel Servet) que le interesaban, que había ido descubriendo en libros, en sus reflexiones y en su propia audacia. Y era también una confesión de su exagerada vida con drogas por medio y diversas experiencias con las plantas. En cierto modo, allí nacía una estrella: iba de aquí para allá en la presentación de sus libros y recibía a los periodistas en la cama, con una de sus compañeras y conquistas. En Zaragoza, sin ir más lejos, recibía en el hotel Ramiro I en el Coso Bajo con una mujer negra, como han recordado varios fotógrafos que le retrataban entonces.

Hizo fortuna con ‘Negro sobre blanco’, donde parecía seguir algunos modelos extranjeros; y destacaba por la meticulosa lectura de los libros y por la capacidad de interpelar, y por una convicción fuera de toda duda

Poco después, se convertiría en una estrella mediática de la divulgación literaria. Probó primero en Japón, y luego en TVE y en los últimos años en Telemadrid. Hizo fortuna con ‘Negro sobre blanco’, donde parecía seguir algunos modelos extranjeros; y destacaba por la meticulosa lectura de los libros y por la capacidad de interpelar, y por una convicción fuera de toda duda.

Fernando Sánchez Dragó escribió un poco de todo sin dejar de escribir nunca de sí mismo, como había decretado su admirado Jorge Luis Borges. Uno de sus libros más amados fue ‘El camino del corazón’ (Planeta, 1990), que contiene no tanto un autorretrato como el itinerario de su propia estética. “Hay cosas que no se pueden decir, pero son esas las que un escritor tiene que decir”, le gustaba decir con María Zambrano. “El único deber revolucionario de un escritor es crear belleza”, suscribió. Ya en tiempos de desengaños, declaró: “Mi patria son mis zapatos y la tierra hacia donde me llevan". 

No fue un excepcional novelista, pero ganó el premio Planeta con ‘La prueba del laberinto’ (1992), donde cuenta la historia de un detective de una edad parecida a la suya que intenta esclarecer la desaparición de Jesús en el año 33 d. de Cristo. Y en 2006 el premio Fernando Lara con ‘Muertes paralelas’ (Planeta), donde cuenta los últimos días de la vida de su padre, fusilado por falangistas en Burgos en octubre de 1936, y no por republicanos como había creído. En 2015 publicó una novela de pie forzado: 'La canción de Roldán: crimen y castigo', que fue uno de los libros que más le perturbó y exigió sobre el zaragozano Luis Roldán.

'Gárgoris y Habidis'  (1978) era un libro personal, especulativo, osado, una mirada sobre muchos temas (entre ellos el aragonés Miguel Servet) que le interesaban, que había ido descubriendo en libros, en sus reflexiones y en su propia audacia  

Publicó más de cuarenta libros, recogió sus artículos en varias series de ‘La Dragontea’ y, en aras de su sinceridad y de su desenfado practicante, jamás esquivó la polémica. De hecho, en 2008 publicó un libro de título emblemático: ‘Y si habla mal de España... es español’ (Planeta), donde lamentaba ser español, algo que ya había manifestado en 2006. Creyó en los valores de la literatura y del lenguaje, creyó en las mujeres y en el placer, fue un defensor del castellano y de la amistad, se definió como un hombre profundamente espiritual. Repitió una y mil veces que nunca había dejado que nadie tocase sus textos, y se ha despedido, en Twitter, con una frase que tal vez acabe formando parte del inventario universal de epitafios ilustres: “El gato Nano me da los buenos días. Él sabe que en la cabeza está el secreto de casi todo”.

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