Tercermundismo en estado puro

Si se observa con ojos imparciales lo que ha ocurrido en Cataluña en los últimos seis años con el fenómeno independentista, la primera impresión puede ser la de incredulidad. No parece posible que en un pueblo, de los más destacados, cultivados y solventes de Europa occidental, perteneciente a un Estado, España, que lleva cuarenta años de vida democrática homologada, pueda producirse un estallido tercermundista descarnado y neto como el que ha tenido y está teniendo lugar en Cataluña, ante el asombro, la incredulidad y la indignación de propios y extraños. Veamos algunos de los signos más asombrosos del mismo.

Para el segmento independentista catalán, el Estado de derecho es una bagatela que puede ser apartada sin problema alguno de un plumazo. Pertenecer a un Estado dotado de una Constitución democrática, votada favorablemente por el noventa por ciento de los electores catalanes, que establece las rigurosas reglas del juego político y señala imperativamente hasta dónde se puede llegar en el mismo, y estar dotados de un Estatuto de Autonomía que delimita con nitidez el campo político propio, al parecer no supone obstáculo alguno para que el sector independentista pueda proclamar la república catalana como la cosa más natural.

Que se celebre de facto un referéndum de autodeterminación con quebranto jurídico total y frente a la expresa prohibición del Tribunal Constitucional, sin garantía alguna, con posible voto múltiple y escrutinio totalmente irregular, no parece propio de Occidente, sino de alguno de esos países marginales del Tercer Mundo donde los procedimientos democráticos se transforman en pura farsa y burla. Pretender asentar la existencia de un nuevo Estado independiente sobre la base de los increíbles referéndums que han tenido lugar en Cataluña no solo hace dudar de las convicciones democráticas de quienes han programado y participado en los mismos, sino, incluso, de su seriedad mental mínima, pues un genuino Estado de derecho jamás puede levantarse sobre tal base maleada.

Pero, quizás, lo más grave e insanable de todo ello sea la ruptura total por parte de los separatistas catalanes de todo lo que suponga admisión, respeto y actuación de los procedimientos democráticos al uso. Si la democracia es algo que merezca la pena, desde luego es, de manera fundamental, reglas, racionalidad, justificación, igualdad, orden, claridad y limpieza. Nada de ello ha estado presente con rotundidad y sin tramposa manipulación en Cataluña durante los últimos seis años. El campo político se ha pretendido hacer con el pueblo vociferante y amotinado en la calle, compulsivamente, amedrentando y acorralando a los adversarios, a golpe de prepotencia y con absoluta marginación de todo lo que los occidentales entendemos como recta actuación política de acuerdo con los parámetros normales y aceptados.

En una espiral de insurrección popular sin tregua ni tope, se han querido sustituir los cauces democráticos por las vías de la demagogia, el tumulto y la imposición. Todo ello, adobado con un fondo de corrupción, de intolerancia, de falta de moderación, de acoso y amedrentamiento, ha servido para que en Cataluña hayamos vivido un tétrico episodio de arrinconamiento de la democracia, de golpe de Estado latente y del peor y más triste tercermundismo. Ha escrito el notable filósofo alemán Peter Sloterdijk que "es bueno burlarse de todo aquello que supera nuestra capacidad de indignación". Quizás en el caso catalán actual tengamos una aplicación cabal de tan sano consejo.