¿Qué legislatura?

Para que España consiga superar su retraso económico, es necesario promover el crecimiento de las regiones más desarrolladas, de manera que tiren del conjunto.

La opinión pública cavila en torno a la nueva legislatura. Cuánto va a durar, será favorable o perjudicial, cómo puede evolucionar. Lo deseable para los más optimistas es que dure cuatro años, para que así se hagan las reformas precisas para corregir el defecto fundamental de la Transición: que un centro político dirige a una periferia económica más desarrollada y no suficientemente integrada. Para otros, más pesimistas, lo más probable es que no pase de medio año: incapaz de aprobar el Presupuesto, el Gobierno habrá de convocar elecciones.


La opinión internacional es más optimista a corto plazo que la nacional. Los agentes económicos internacionales han visto atónitos cómo España, con un gobierno en funciones y minoritario, se ha comportado igual o mejor que con mayoría absoluta y mucho mejor que el resto de Occidente. A largo plazo, al contrario, no pueden admitir que las previsiones puedan resultar positivas, ya que si España ha podido evolucionar mejor económicamente en una situación política peor es por razones históricas particulares, que gradualmente pueden desaparecer. Lo harán, sin duda, si empeora la coyuntura externa, porque su bonanza ha sido esencial para lograr la interna. E incluso si se mantiene, si se percatan de que la debilidad de nuestra estructura política es incapaz de solucionar la debilidad de la económica.


Pues bien, como es probable que la economía mundial, especialmente la europea, empeore durante la legislatura, las expectativas internacionales sobre España lo registrarán, desestabilizándola, salvo que corrija su curso, no solo como exige Bruselas, sino estructuralmente. Para ello hay que volver al origen.


La causa más determinante de la recuperación de España desde la Transición ha sido y aún es que, a diferencia de lo los siglos XIX y XX, ha alcanzado un nivel cultural, un comportamiento social más elevado que el económico. Al contrario que antaño, España es más moderna que rica. No tanto debido a la extensión de la educación como a la inmersión de la población en la televisión y a su contacto masivo con el turismo. Además es muy moderada, a pesar de su desigualdad, sin los extremismos de derecha e izquierda de los otros grandes países europeos, lo que facilita el cambio sociopolítico. En consecuencia, su conducta se ha reorientado, acercando su prioridad de medios y fines a la occidental.


Pero esta dinámica no es homogénea. Tiene distinta intensidad según la edad de las personas y su asentamiento social y territorial. Por ejemplo, el rechazo a la corrupción es mucho más fuerte entre los jóvenes. Una causa probable es que las personas que vivieron en la Dictadura saben que la corrupción no es fruto de la Transición, sino algo endémico de la España pobre. Más inmoral la mayor, la de las clases altas, y más perjudicial la menor, más frecuente y aceptada, en los niveles de menor renta y educación, que cimienta la primera. Algo que la Transición ha pretendido corregir y lo ha conseguido en parte, aunque debido a la mejor información se crea lo contrario.


Más aún, aunque la mejoría de nivel cultural ha sido general, no ha homogeneizado las diferencias entre las regiones. Y esa diversidad cultural regional ha intensificado el fraccionamiento de la organización política del país. Que se ha producido como reacción a la centralización que han llevado a cabo últimamente los dos partidos, de izquierda y derecha, del nacionalismo dominante español.


Así ha sucedido con los dos principales nacionalismos periféricos, el vasco y el catalán, que, por sus conexiones internacionales, facilitaron la Transición. Sin embargo, este esquema quebró por la insatisfacción de unos y otros, especialmente en las recesiones. Ahí resurgió uno de los defectos estructurales que trató de eliminar la Transición: la contradicción básica de un país cuyo centro político es su periferia económica.


Para resolverlo, los partidos nacionalistas españoles crearon un modelo bipartidista. Y los nacionalismos periféricos trataron de mantener su existencia radicalizándose. Ahora, unos y otros se han contraído debido al nacimiento de nuevos partidos atrayentes para los jóvenes, que inspiran confianza en los marginados, pero que son difíciles de organizar porque son heteróclitos y sus dirigente son más radicales que sus bases. La resultante es una multiplicidad de partidos con objetivos contradictorios que dificulta la estabilidad de los consensos políticos imprescindibles.


Así, es difícil que los tres partidos constitucionales puedan ponerse de acuerdo para aprobar unos presupuestos que cumplan las exigencias de Bruselas y sus objetivos respectivos mínimos. Por lo que la legislatura puede durar entre uno y dos años.


La cuestión fundamental es precisar cuál va a ser y cuál debería ser la orientación política en ese período. Como, aunque tiene mayores expectativas de voto, el partido gobernante no puede esperar una mayoría absoluta, lo más probable es que trate de cumplir lo pactado con otros partidos. Tenderá a seguir por tanto una estrategia de prioridad económica, de crecimiento del empleo, aplicada mediante una táctica de regeneracionismo leve. Lo cual no generará la reestructuración precisa para eliminar el retardo acumulado en la Gran Recesión ni garantizará que España acelere su incorporación a la revolución digital.


Por ello es imprescindible que los partidos nacionalistas españoles vuelvan a promover el crecimiento en las regiones que han sido el motor del desarrollo desde el siglo XIX, es decir, en el valle del Ebro, desde el País Vasco a Cataluña, y en las áreas discontinuas de Madrid, Valencia y Baleares. Para que ellas ayuden a impulsar al resto. Por su lado, los nacionalismos periféricos deben revisar las estrategias secesionistas que han empleado para compensar los retardos que les producen las políticas centralistas. Y asumir que su prosperidad se justifica si es la mejor manera de garantizar la de las regiones menos desarrolladas.


Es imprescindible, por tanto, que el nacionalismo español retorne a la estrategia de pactos con los nacionalismos periféricos que aplicó en las primeras décadas de la Transición. Abandonando la seguida posteriormente de utilizar parte de los recursos de las regiones más desarrolladas para homogeneizar el resto del país. Pero, para que esta estrategia tenga éxito, los dos tipos de nacionalismos, los centralistas y los periféricos, tienen que invertir sus tendencias políticas habituales. Las zonas más desarrolladas han de asumir más responsabilidad en la gestión política del conjunto del país, iniciativa que siempre han tratado de rehuir. Y el nacionalismo español debería seducirlos para que se involucren en esa función.