Los ángeles de la guarda de Irpín

Voluntarios civiles evacúan a heridos, ancianos y enfermos del campo de batalla de Kiev.

Uno de los ancianos evacuados de su casa en Irpín.
Uno de los ancianos evacuados de su casa en Irpín.
M. G. G.

Antón es un hombre pequeño, pero de aspecto decidido; viste de oscuro, con gorro de lana, mitones de neopreno y una linterna frontal para poder introducirse en los pisos y sótanos donde -ya sin electricidad- se guarecen los civiles de la aldea de Irpín, a 20 kilómetros al noroeste de Kiev. Él los busca en su coche cada día y los rescata transportándolos hasta un lugar seguro. Estamos en el decimoctavo día de ofensiva rusa sobre Ucrania. El Ejército de Putin avanza implacable sobre Kiev y alcanza ya el río Bucha. La aldea del mismo nombre está invadida. El pueblo vecino, Irpín, es un infierno donde los combates se llevan a cabo casa por casa. Las líneas hace tiempo que han dejado de tener sentido. El puente que separa a la pequeña población de Kiev fue volado hace días, sin que muchos de los aldeanos pudieran refugiarse en la capital. Y son los voluntarios de Irpín, auténticos ángeles de la guarda de sus últimos habitantes, quienes evacúan cada día a los rezagados hasta el puente, más allá del cual esperan las ambulancias de la Cruz Roja.

Los voluntarios de Irpín, de los que Antón es la cabeza más visible, conducen un puñado de desvencijados vehículos, tiroteados y llenos de cicatrices provocadas por la metralla. De la muerte solamente les separan las escuálidas banderas blancas que llevan prendidas en los flancos de los coches y las luces de emergencia con que tratan de advertir de su presencia a los contendientes. Esta es la teoría. La realidad es que circulan a toda velocidad entre tiros y bombazos, mientras llaman por teléfono y a gritos a los últimos vecinos que faltan por evacuar. El pueblo es ya un amasijo de cristales rotos y hierros retorcidos.

Antón espera en su puesto. Junto a la gasolinera de Irpín. Suena el teléfono. El voluntario vuela por la carretera. «Cuidado», grita antes de dar un volantazo. Un obús sin estallar está clavado en el asfalto. Entramos en una plaza, donde varios civiles se refugian tras unos soportales:

Atención -advierte uno- hay un francotirador más allá de esa esquina. Han matado a un vecino del bloque rojo. Después nos explican expresivos cómo el fuego de artillería voló medio vecindario durante la noche.

Pero el voluntario apenas escucha, porque ya ha partido raudo a buscar a su 'cliente', una chica rubia que arrastra una pequeña maleta. Cuesta subirla en el coche porque la joven se aferra a su madre. Se despiden entre lamentos y al poco rodamos de regreso a Kiev. La joven, que tiene 25 años y se llama Helena, no para de llorar y decir en inglés: «No he podido, no he podido convencer a mi madre de que se vaya de aquí».

Para dejarnos acompañarlo, Antón solamente tiene una norma: los civiles son lo primero. Aparece un grupo y nos echa. «Esta es la zona cero. El puente de Bucha está ahí delante. Hay cadáveres de soldados rusos por todas partes. Pero andad con cuidado, esa zona es del Ejército Rojo. Para volver a una zona segura esperad aquí o buscad a otro voluntario, pasan de tanto en tanto».

En su alucinada labor de ángel sin alas, Antón no está sólo: le acompañan su Skoda Negro -uno de cuyos faros ha sido destrozado por un disparo- y un grupo de compañeros cuyo valor supera todo lo imaginable.

«Nos topamos con los rusos todos los días. A veces nos disparan y otras nos ponemos a charlar», comenta Antón.

-¿Y qué les dices?

-Que si quieren les llevo a Kiev. Y siempre responden que mejor no (ríe).

En un destartalado taller, junto al Parque Central, tomado por los rusos, Antón y sus compañeros tratan de reparar los coches averiados o destruidos para continuar su labor hasta que los maten o hayan sacado a todo el mundo. Leonid, un hombre fornido de mentón griego, trata de ponerle una rueda nueva a una furgoneta.

Entre explosión y explosión, aún queda tiempo de un pitillo y una charla. Dimitri tiene a su mujer en España. «Yo vivo con mi madre en la calle Kirka, que está tomada por el enemigo. Esta zona junto a la universidad es la más peligrosa. Ayer un francotirador mató a dos chicos jóvenes y a una pareja de ancianos. Todos de un tiro en la frente». Quien habla es Alexander, un treintañero enfundado en un buzo marrón que apesta a alcohol de quemar. «Mira -remata-, todo el suelo está lleno de huellas de tanque».

«Alto». Un soldado ha aparecido corriendo y nos apunta a todos con su fusil de asalto.

-¡Voluntarios!, gritamos. Luego vemos que tiene brazalete azul. Es de los buenos. Y no nos ha matado, que es lo más importante.

Pasamos varias horas en el convoy de Antón. Una y otra vez, entre continuas explosiones y disparos, suben a pisos, entran a sótanos, convencen a los más reticentes y sacan en volandas a los impedidos. Después, a toda mecha hasta el puente, el ancla de la esperanza, los muchachos de la Cruz Roja. Y de regreso al infierno. Al ciclo más endiablado que existe: sacar civiles, arreglar los vehículos y vuelta a empezar.

«Malditos rusos, maldita Rusia y maldito Putin», grita un hombre alto que llega corriendo con su gato en una mochila. Se llama Vitali y al montarse en la furgoneta rememora: «Hace una semana estaba de vacaciones en Egipto. Y ya ves, he tenido que dejar a mi familia en Bulgaria. Y ahora han destruido mi casa». Viene con su rifle y jurando que va a alistarse en el batallón Azov «porque son los que más rusos matan».

Frente al enemigo

De pronto el mundo a nuestro alrededor se difumina, porque del parque central, que está a unos cientos de metros, ha llegado un tanque T-72; un carro blindado ruso que nos topamos de cara, sin tiempo para reaccionar. Solamente Antón mantiene la serenidad y sigue llamando a gritos a unos ancianos que viven en un cercano bungaló; los demás quedamos congelados de puro terror. El tanque vacila, caracolea, y para alivio de todos, desaparece por una calle contigua.

-Darse prisa, hay dos ancianos en esta casa, grita Antón.

Pero cuando los voluntarios avanzan con una anciana en una silla de ruedas, las balas arrecian. Un soldado ruso ha aparecido a unos cien metros y se ha puesto a tirar a lo loco. Después todo se vuelve algo borroso. Sin soltar a los evacuados, no sé cómo, nos refugiamos en un jardín contiguo. Pero la única salida es la que da a la calle donde los rusos nos esperan Kalashnikov en mano. No hay otra. Hasta que Alexander, en un acto de heroísmo inaudito, coge una bandera blanca y se pone, manos en alto, frente a los soldados enemigos. «Estamos evacuando a ancianos, no tiren». Y no tiran. Y tras él salimos todos. Y, pudiendo hacerlo con un simple gesto de su dedo, aquellos soldados deciden no matarnos, por esas cosas del destino, que a veces se juega a cara o cruz.

Ya en el puesto de la Cruz Roja le digo a Antón:

-¿Es así cada día?

-Desde el 24 de febrero; los hombres de este pueblo son héroes.

Impresionado por su valor, le pregunto por su edad, por su vida, por su familia. No sé, ya no recuerdo. Luego se carcajea con una risa que suena a llanto: «¿Estamos vivos, verdad? Pues marchamos, aún hay gente que sacar de Irpín.».

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión