Algunos hombres buenos y Donald Trump

La presidencia del republicano depende de dos ex directores del FBI de reputación intachable y probada disposición para resistir ante el poder.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
AFP

Donald Trump le considera "un chulo y un engreído". Está empezando a darse cuenta de que James Comey es también un formidable adversario que le ha visto venir desde el principio y ha ido siempre dos pasos por delante. El presidente pensó que podría enterrar la investigación de la trama rusa con su fulminante despido, pero el director del FBI le ganó la mano logrando subrepticiamente el nombramiento de un fiscal especial, al que no puede echar y que tiene amplia potestad para investigar todo lo que encuentre entre la Quinta Avenida y el Kremlin.

A sus 72 años, Robert Mueller no es un investigador cualquiera, sino "una de las mejores personas y mejores servidores públicos que ha producido este país", declaró Comey el jueves ante el Comité de Inteligencia del Senado. "Uno de los grandes", insistió. "Es tenaz, una persona dura. Pueden tener confianza en que lo hará bien. Removerá todas las piedras".

En algún lugar de la Casa Blanca, presumiblemente en el Despacho Oval, a Trump se le debió de atragantar la Coca Cola. En ese momento entendió que la designación de ese sabueso para la investigación que le quita el sueño era obra de Comey. El ex director del FBI reveló sin pestañear que había filtrado a la prensa las notas de la conversación en la que el presidente le pidió "dejarlo correr", porque pensó que "eso podría propiciar el nombramiento de un fiscal especial".

Acertó. A los dos días de que 'The New York Times' publicara con pelos y señales las presiones de Trump, el adjunto del fiscal general, Rod Rosenstein, sobre el que había recaído la responsabilidad de la investigación al excluirse Jeff Sessions por haber sido parte de la campaña, anunció el nombramiento de Mueller. A la Casa Blanca le dio apenas media hora de aviso. Mucho más de lo que tuvo Comey sobre su propio despido, del que supo por televisión. Se desconoce si el astuto director del FBI que sirvió a tres presidentes tuvo algo que ver con la elección de Mueller en particular, pero es fácil pensar que como mínimo sabía lo suficiente para anticiparla, si no movió los hilos para que su nombre apareciera en la mesa de Rosenstein. El segundo del Departamento de Justicia declaraba al día siguiente en el Congreso, incómodo por haber sido utilizado por el presidente para justificar inicialmente el despido de Comey. El nombramiento de alguien independiente de intachable reputación calmó los ánimos y sirvió de coartada ante los legisladores.

Trump no entendió la dimensión de lo que eso suponía, como tampoco anticipó las consecuencias de la impulsiva decisión de despedir al director del FBI. Quiso quitarse de encima a un jefe de la agencia y acabó con dos. Fue Mueller precisamente quien pasó el testigo a Comey, tras 12 años que lo convirtieron en el jefe que más tiempo ha estado a cargo del Buró, después del mítico J. Edgar Hoover.

Su relación con Comey no es una formalidad, se fraguó durante los años en los que éste tenía el cargo de Rosenstein como segundo del Departamento de Justicia. A Mueller lo veía como su mentor, la única persona en Washington en la que podía confiar para los asuntos más delicados y para que le respaldase a la hora de enfrentarse al poder. De él obtuvo la lealtad que no quiso entregarle a Trump. Ambos compartían la estatura moral y el profundo sentido del deber hacia la patria que el actual presidente nunca ha entendido.

El momento de demostrarlo llegó el 12 de marzo de 2004, mientras Mueller cenaba con su familia. Esa semana había apoyado el pulso de Comey con la Casa Blanca para no firmar la renovación del programa de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que el segundo del Departamento de Justicia consideraba injustificadamente intrusivo e ilegal. El vicepresidente Dick Cheney le chantajeó con que se mancharía las manos de sangre porque su negativa costaría vidas. La víspera, tres bombas estallaron en los trenes de Madrid, dejando casi doscientos muertos. A juicio del siniestro vicepresidente que orquestó la respuesta al 11-S, un estremecedor recordatorio de lo que ocurriría en EE UU si no se renovaba el programa de espionaje masivo para abortar futuros atentados.

Mueller había sido nombrado director del FBI apenas una semana antes de que dos aviones se estrellaran contra las Torres Gemelas. Por los despachos de varios agentes habían pasado pistas que pudieron servir para evitarlos. La culpa recayó sobre sus hombros, así como la responsabilidad de transformar la agencia de investigación federal que originalmente perseguía falsificaciones en una organismo de Inteligencia antiterrorista. En los años que siguieron contrató a más de la mitad de los actuales empleados, en un cambio de guardia que modernizó el Buró de Hoover. Su prestigio era tal que cuando tocó amenazar a la Casa Blanca con la dimisión si renovaba el controvertido programa de espionaje Stellar Wind, Comey supo que la única dimisión que pesaría sería esa.

Mueller le acompañó esa mañana de luto madrileño hasta la mansión de la avenida Pensilvania, ambos con la carta de dimisión en el bolsillo para George W. Bush. El presidente había intentado forzar la firma del fiscal general John Ashcroft enviándole al hospital a su consejero legal Alberto Gonzales y al jefe de Gabinete, Andy Card. Su esposa avisó a Comey de que estaban en camino tan pronto colgó el teléfono al presidente.

Como en una escena de Hollywood, Comey ordenó a su chófer que pusiera la sirena y enfilara hacia el hospital. Se le ocurrió que sus 'rivales' llegarían con sus escoltas del Servicio Secreto, que podrían sacarle de la habitación mientras convencían a Ashcroft para que firmase los papeles. Recordó que el fiscal general estaba custodiado por dos hombres del FBI, así que marcó el número de Mueller para pedirle ayuda: "Diles que no dejen que me echen de la habitación, que no permitan que el fiscal se quede a solas con ellos".

En la práctica pedía un enfrentamiento entre el Servicio Secreto y los agentes del FBI, a los que el director ordenó que usaran la fuerza si era necesario. "Te veo allí ahora mismo". Colgó el teléfono, soltó el tenedor y puso la sirena en el coche. Llegó unos minutos después de que los abogados de la Casa Blanca se marcharan. Ashcrof, al que describió como "febril y aturdido" por los narcóticos para el ataque de pancreatitis que sufría, les había recordado, señalando a Comey, que él era el fiscal general mientras estuviera en el hospital. "Bob, no sé lo que está pasando", le dijo Aschroft al verle llegar. Éste suspiró hondo y solemne. "Hay ocasiones en la vida de un hombre en las que se le pone a prueba, y tú has pasado esa prueba esta noche", le reconfortó.

La Casa Blanca encontró la manera de renovar los programas, pero Bush dio marcha atrás cuando supo que el director del FBI y toda la cúpula del Departamento de Justicia dimitirían. Al final las modificaciones que tranquilizaron ligeramente a Comey y a Muller, pero no al pueblo estadounidense cuando supo de su existencia. Cuatro años después, durante las investigaciones del Congreso, las detalladas notas de Mueller documentaron estas escenas, que Bush y su equipo negaron. De Mueller aprendió Comey a tomar notas de sus conversaciones con Trump.

De este hombre íntegro y concienzudo, tan exhaustivo e incansable que prácticamente quemaba a un jefe de Gabinete por año y que conoce el FBI del derecho y del revés, depende la presidencia de Trump. Al final será el Congreso el que decida si le abre un proceso de 'impeachment', pero si el fiscal especial encuentra en su investigación evidencias de que se ha cometido un delito será muy difícil esquivarlo.

No se tratará sólo de probar que hubo colusión con Rusia para interferir en la campaña electoral o de encontrar al presidente culpable de un delito de obstrucción a la justicia. Todo está abierto. Cuando un fiscal especial olfatea un rastro nunca se sabe lo que puede encontrar por el camino.

Conociendo bien el trabajo de fiscal y a su mentor, Comey le ofreció el jueves con su testimonio ante el Senado las pruebas para argumentar el caso de obstrucción a la justicia, uno de los muchos que puede perseguir. Como Trump, no hay duda de que Mueller estaba pegado a la televisión, escuchando las serias preocupaciones de Comey por la reputación de la agencia que ambos han dirigido y por la amenaza rusa "al corazón de nuestra democracia". Es de esperar que haga su trabajo en silencio durante el tiempo que haga falta. Como a Comey, su probada independencia, su amor por la letra de la ley y su disposición para resistir al poder, aunque ambos estén registrados como republicanos, dificultará que se desacrediten sus conclusiones. Sabe que "como a los que vinieron antes que nosotros, las generaciones futuras nos juzgarán por cómo reaccionamos a esta crisis", dijo en una de sus escasas apariciones públicas.

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