Decepción repetida

La reiteración y el hecho de que el rival fuese el colista y jugase con diez hombres desde antes del descanso, generó las primeras protestas.

Decepción repetida
Decepción repetida
Oliver Duch

Un golpe en el estómago se aguanta con estoicismo. Un segundo impacto consecutivo en el mismo sitio, tiene más difícil soporte para quien lo sufre. Esa sensación es la que tuvo ayer la ilusionada afición zaragocista al término del partido frente al Sabadell, cuando en el minuto 89, Juanto Ortuño logró el gol del empate catalán en un pasaje en el que, a trancas y barrancas, el Real Zaragoza estaba a punto de adjudicarse la primera victoria de la temporada, circunstancia añorada que se sigue resistiendo.


El epílogo del segundo compromiso de los chicos de Víctor Muñoz en la Romareda clonó con bastante exactitud, para desgracia de todos, el guión del primer día ante el Osasuna. Tras un choque lleno de grumos, encarado positivamente antes del descanso con un gol de cabeza (aquel día Pedro, esta vez de Borja Bastón), el Zaragoza fue incapaz de matar el partido con el 2-0 en varias llegadas claras al área vallesana durante la segunda mitad y, al borde del pitido final, encajó un lacerante tanto que echó por tierra el 1-0 al que se aspiraba desde hacía muchos minutos vistas las hechuras del juego ordenado desde el banquillo.


Solo que esta vez, hubo incluso algún matiz añadido, de índole agravante, que hizo aún más dolorosa la decepción global a la conclusión del encuentro. Una, la principal, que el adversario jugó más de medio partido en inferioridad, con 10 hombres, por la expulsión de Yeray al borde del intermedio. Hecho favorable que no se supo rentabilizar en ningún momento. Y otra, que los seguidores zaragocistas sabían que el Sabadell había llegado a la Romareda como colista, sin puntuar tras un errático inicio de campaña, y sin cuatro de sus puntales en el equipo por diversas causas: Tamudo, Collantes, Ciércoles y Hervás. Es decir, que cuando se llegó al descanso con el gol de Bastón recién degustado y observando al Sabadell con un futbolista menos, la inmensa mayoría creyó que se daban todos los condicionantes para atar y consolidar, sin demasiados jeroglíficos por resolver, el primer triunfo de la nueva era. No fue así y ello favoreció el retorno de la desazón, los silbidos de desaprobación (que ante el Osasuna jamás se oyeron) y el rebrote de las dudas sobre un equipo y un entrenador a los que el arranque liguero, como se podía prever hace 25 días, los está empezando a atropellar en momentos culminantes de cada partido.


Hacer la pretemporada en plena temporada tiene estos riesgos. Es una paradoja de compleja resolución favorable. O el heterogéneo equipo montado a matacaballo, sin dinero y en la reducida y peculiar ventanilla del mercado de jugadores libres y cedidos obraba el milagro de casar a la primera y entenderse mínimamente con un golpe de vista, o las primeras jornadas de competición estaban abocadas al sufrimiento. Y, lamentablemente, está imperando la lógica por encima de lo anormal. Está pasando lo que, con el sentido común como patrón de trabajo, tenía más opciones de suceder. No hay milagro en el actual Real Zaragoza y a Víctor Muñoz le va a costar sangre, sudor y tal vez lágrimas consolidar un bloque medianamente competitivo que eluda la zona baja de la tabla de manera súbita y rápida tras este atípico y complicado inicio de la competición oficial.


Y no cabe quejarse de nada. Tampoco de la suerte. Porque ayer, para cuando Borja Bastón anotó el 1-0, en otro momento de peor fortuna el marcador podría haber estado en un 0-3 favorable al Sabadell sin que nadie pudiese rechistar, remate al larguero incluido. Y, asimismo, mucho antes de que se fraguase el postrero 1-1, el equipo arlequinado, con uno menos, ya había vuelto a tocar el palo de la portería zaragocista y amenazado seriamente con el tanto de la igualada en un par de llegadas claras al área de Whalley.


Lo que aconteció en el minuto 89 dolió. Muchísimo. Pero no sorprendió. Porque se vio venir desde mucho tiempo atrás. Y porque a todos los espectadores se les había activado en el cerebro el libreto de hace 15 días frente al Osasuna. Olía a aquello, y aquello se repitió. Un balón parado (entonces un fuera de banda, ayer un córner), un cúmulo de errores en el despeje y posicionales, y un delantero contrario que la empuja adentro con comodidad.


En condiciones normales, el Real Zaragoza podría llevar (seguramente llevaría) seis puntos más y estaría en la cumbre de la tabla clasificatoria. Habría aprovechado las claras ocasiones que generó en Huelva el primer día y, en vez de empatar a cero, se habría traído la victoria del Colombino. Y, por supuesto, las victorias ante Osasuna y Sabadell en las dos primeras apariciones en la Romareda no se hubiesen escapado de tan penosa manera, in extremis y generando tanto chasco entre la ansiosa afición zaragocista. Pero este equipo no atraviesa por una senda ordinaria. Está conociéndose. Debe acometer partidos de verdad cuando debería estar jugando torneos de verano. Y eso tiene un peaje caro que, cuanto antes, ha de concluir. La clasificación no engaña jamás.