Nadal o el juego de alta tensión

El deporte adquiere con él una pátina de elegancia incluso cuando pierde.

Nadal se ha hecho con su tercer Open USA
Nadal se ha hecho con su tercer Open USA
Efe

Rafael Nadal encarna el entusiasmo, la pasión y la voluntad. Posee una fortaleza mental impresionante y tiene la capacidad de sobreponerse. A las lesiones, a la fragilidad de sus rodillas, a los malos tiempos, que también los hay y los hubo (ante Federer primero, o incluso este mismo año, ante Djokovic), y tiene el coraje y la sangre fría de empezar de nuevo. De reinventarse y de mejorar continuamente aspectos de su juego. Rafael Nadal no es invencible ni falta que hace, y de esa condición deriva su grandeza. Sabe que lo necesita todo para estar ahí arriba: velocidad, concentración, ritmo, constancia y sed de victoria. Usa la técnica de la demolición: lleva cada uno de sus partidos al máximo de intensidad y ahí se encuentra cómodo. Gana por puro acoso o atosigamiento, porque pelotea sin descanso y con intención, con paciencia y con inesperada celeridad.

Rafael Nadal practica un tenis de alta tensión: devuelve más que nadie, responde y responde, y poco a poco -como hizo ante Kevin Anderson- traslada el juego a donde le apetece, a ese punto en que lleva la batuta, pasa de la defensa al ataque, acelera y ejecuta. Esa apuesta es la que está haciendo en estos últimos tiempos de resurrección: Nadal, con su tío Toni y con su equipo, siempre va más allá. Estudia a sus rivales, los conoce bien y a la vez posee la inclinación a improvisar soluciones en momentos críticos, que los hay.

Desde el pasado Roland Garros, el décimo de su carrera, era el segundo mejor jugador de tenis de la historia en cuanto a palmarés con 15 torneos de Gran Slam. En el Open USA ha ensanchado esa condición (el estiloso Federer tiene 19 títulos, aunque no es campeón olímpico ni ha ganado tantas Copas Davis) y ha confirmado el puesto de número uno, de nuevo, por varios meses. Su año 2017 es impresionante. A Kevin Anderson, casi un compañero de primera adolescencia, lo avasalló, igual que hizo con Marin Cilic en París. No le dio tregua. No hay más que recordar los tres tres primeros juegos en los que sacaba Anderson, que tiene un tiro increíble, de una rapidez letal. Nadal lo puso contra las cuerdas y Anderson conservó el servicio a durísimas penas, más agónicamente que otra cosa. Nadal había salido a vencer con su ese apetito insaciable que tiene, con ese rigor competitivo que emplea. Iba a por todas los bolas y todos los puntos, y ese afán es la forma del respeto máximo al rival. Nadal jamás vence desde el autobús o los sitiales de la gloria pasada.

Rafael Nadal es mucho más jugador de lo que suelen decir sus críticos. No es un artista del estilo como Federer, desde luego, no es un mago de las líneas y la sutileza, ni es el paradigma de la facilidad innata, no, pero posee una calidad inmensa, muchos recursos, serenidad y osadía, y es capaz de ejecutar casi todas las suertes. Su bola es pesada e insistente, abre ángulos, desarma y desborda al contrincante. Rafael Nadal practica el juego del vendaval, se agazapa como el tigre, esquiva, resiste y suelta la garra. O el calambre de precisión definitiva. Su partido ante Anderson fue brillante y eléctrico: exhibió inteligencia, piernas de acero, estrategia de velocista y el cerebro lúcido de alguien que basa sus triunfos en la convicción y la agresividad. Y en algo que a veces se enmascara tras el pundonor y la ambición: la técnica del indestructible.

Nadal exhibe la fe del que pugna ciegamente con alcanzar la cima de los mejores sueños. Y, además, es un modelo de caballerosidad; el domingo le recordó a Anderson que había jugado al golf con su padre. El deporte adquiere en él una pátina de elegancia incluso cuando pierde. Por eso aún es más gigante.

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