El día que fui racista

Protesta ante las puertas del Hospital Provincial de Zaragoza por las agresiones del domingo.
Protesta ante las puertas del Hospital Provincial de Zaragoza por las últimas agresiones.
Guillermo Mestre

Cuando nació mi segundo hijo y me subieron a planta desde el paritorio descubrí que me tocaba compartir habitación con una chica gitana. Y no me gustó.

En realidad, fue algo más. Me pareció una desgracia supina, lo que me faltaba después del estrés y el cansancio del parto. Un horror, vamos, porque seguro que esa gente me iba a amargar los primeros días con mi bebé. Eso pensé.

Me descubrí cargada de prejuicios hacia aquellas personas a las que no conocía de nada y a las que no di ni una oportunidad.

Y hoy lo confieso con verdadera vergüenza, porque enseguida descubrí cómo de equivocada estaba. La familia con la que compartí habitación son de la gente más amable con la que me he cruzado en la vida. Por la habitación solo pasaron el padre del bebé y marido de la parturienta, y los cuatro abuelos. Se llamaban la atención si creían que levantaban la voz, me pedían disculpas si la recién nacida lloraba, procuraban no encender la luz del baño de noche para no molestarnos. Aquellos gitanos, vendedores de mercadillo, eran gente estupenda de los que me acuerdo muchas veces. Y deseo de verdad que la vida les haya tratado muy bien y que sigan felices allá donde vivan.

Les cuento esto, porque me han indignado mucho los comentarios que he escuchado y leído estos días tras la agresión sufrida por dos auxiliares del Hospital Provincial. El ataque a esas dos profesionales sanitarias no tiene disculpa ninguna, y quienes lo cometieron son mala gente. Pero relacionar su violencia y su incivismo con su etnia es un injusto acto de racismo. Igualito que el que yo cometí.

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