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Sirvientas, las mujeres invisibles

Más de 2.000 jóvenes de la Sierra de Albarracín marcharon en la posguerra a trabajar en casas de grandes ciudades. Un libro rescata sus historias.

Amalia Martín posa en los años 50 en una terraza en la calle de Colón de Valencia con los niños a los que cuidaba como interna.
Amalia Martín posa en los años 50 en una terraza en la calle de Colón de Valencia con los niños a los que cuidaba como interna.
Heraldo

Sus rostros irradian serenidad, incluso alegría, pero no tuvieron una vida fácil. Con apenas 15 años, siendo más niñas que mujeres, se vieron empujadas a abandonar sus humildes casas para trabajar como sirvientas en palacetes de familias pudientes de Barcelona, Madrid, Valencia, Teruel o ciudades francesas, remendando así la maltrecha economía de sus padres. Más de 2.000 adolescentes de la Sierra de Albarracín siguieron ese camino durante los años de la posguerra, en un fenómeno migratorio extensible a todo el mundo rural español. Muchas ya no volvieron, descompensando la pirámide demográfica de sus pueblos de origen y dejando a estos huérfanos de talento joven femenino, algo que supuso, de hecho, un freno para el desarrollo económico y cultural del territorio.

Ramona Lorenzo, nacida en 1935 en Albarracín, era la menor de ocho hermanos. Explica que cuando se marchó con 16 años a Teruel para trabajar no había salido nunca de su localidad y el precio del billete de autobús, 13 pesetas, lo que hoy serían 0,08 euros, se lo pagaron quienes la contrataron. La esperaron a su llegada a la capital provincial, algo que ella agradeció mucho dada su inexperiencia viajera. "Estuve sirviendo dos años entre Teruel y Valencia, donde ganaba veinte duros –100 pesetas– y otros siete en Barcelona, una casa buenísima en la que ya ganaba 300 pesetas", relata.

La familia de la tía 'Rompa'. Con delantal, Enriqueta, de 9 años, que ayudaba en la casa.
La familia de la tía 'Rompa'. Con delantal, Enriqueta, de 9 años, que ayudaba en la casa.
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La mujer, que regresó a Albarracín porque tenía problemas con el reuma y Barcelona le parecía muy húmeda, recuerda que empezaba a trabajar temprano, entre las siete y las ocho de la mañana. Los días de descanso solían ser los jueves por la tarde y los domingos, pero para poder librar antes tenía que dejarlo todo listo, lo que le suponía hacer las tareas más deprisa. No era la única empleada en una casa en la que, según describe, había salita de piano, sala de billar, capilla y hasta un claustro. "Éramos mucha gente: chófer, mayordomo, cocinera, tres camareras... y solo para el matrimonio y el hijo", explica. Como la del resto de las sirvientas, la de Ramona fue una adolescencia robada en la que no hubo tiempo para la formación educativa y profesional. Solo fue a la escuela hasta los 13 años. "Y, luego, en casa, que si corderos, que si ovejas y no tenías ni para comprarte...", comenta.

El suyo es uno de los 33 testimonios que han inspirado el libro ‘Internas y sirvientas (1940-1975) de la Sierra de Albarracín’. Se trata de un trabajo multidisciplinar en el que nueve autores han aportado sus conocimientos y reflexiones para hacer visible un colectivo silenciado a lo largo del tiempo. Porque la voz de estas mujeres no fue escuchada, ni con ella se escribió la historia. Sin embargo, ayudaron a construir una sociedad nueva tras la Guerra Civil y demostraron tener una resiliencia que las hizo invencibles

Algunos de los autores del libro, fotografiados en la Plaza de Albarracín.
Algunos de los autores del libro, fotografiados en la Plaza de Albarracín.
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La obra, que ha recibido subvenciones del Gobierno central, el Instituto Aragonés de la Mujer, la Universidad de Zaragoza y la Comarca Sierra de Albarracín, es un ensayo colectivo cuya segunda parte ya está en el horno. El material recopilado, muy valioso, arroja luz sobre la extrema pobreza del medio rural y la marcada diferencia de clases sociales en aquellas décadas. Los autores, Carmen Martínez, Carmen Julián, Víctor Manuel Lacambra, Paula Lozano, Silvia Martín, Estefanía Monforte, David Sáez, Aurora Sánchez y Pedro Saz, supieron enseguida que tenían entre sus manos una herramienta muy poderosa para hacer justicia con un sector poblacional olvidado.

Cartas desde el mediterráneo

La nostalgia de sus lugares de origen estaba presente en sus vidas. Amalia Martín Polo, nacida en 1928 en Noguera y ya, lamentablemente, fallecida, escribió sus memorias utilizando el género epistolar y las tituló ‘Mi juventud, 10 años en tierras del Mediterráneo’, quizá en contraposición al duro pero entrañable interior montañoso turolense en el que vivió sus primeros años de vida. Son cartas dirigidas a sus hijos y escritas con posterioridad a su etapa de sirvienta, en las que, con los recuerdos ya reposados, rememora sus vivencias como interna en una casa en Valencia y luego en otra en Barcelona.

Teresa Sáez, de Albarracín, en la actualidad. Su testimonio es uno de los que ha inspirado el libro 'Internas y sirvientas'.
Teresa Sáez, de Albarracín, en la actualidad. Su testimonio es uno de los que ha inspirado el libro 'Internas y sirvientas'.
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"Yo, cuando fui mayor, con 15 años, me bajé a Valencia, pues estaba una hermana de mi madre, la tía Felicia, y me buscó una casa de los dueños de una imprenta para trabajar; y ya ganaba y les mandaba el dinero a mis padres", señala. "Al año siguiente, creo que fue en 1944, después del verano, unas primas, hijas de mi tía Encarnación que vivían en Barcelona, me buscaron un trabajo en un horno de pan donde pagaban más que en Valencia. Además de limpiar y cuidar a los niños, ayudaba a vender pan. Recuerdo que el dueño hacía pan blanco para la casa, que había que esconder porque estaba prohibido, y pan negro para vender", destaca Amalia.

El relato de Teresa Sáez Jiménez, nacida en Albarracín en 1936, no tiene desperdicio. Sus palabras dejan patente que el nivel de vida de las criadas era muy bajo, pese a entregar prácticamente todo su tiempo a la dureza de las labores domésticas en casas ajenas, en las cuales solían residir en una habitación compartida con otras compañeras –a veces un trastero o un almacén– y no siempre comían alimentos de la misma calidad que los que tomaban los señores. En parte, se debía al gran espíritu de sacrificio de estas, que enviaban a su familia casi todo lo que ganaban. "En las tardes libres, nos metíamos en las estaciones del metro para estar calenticas. Como no teníamos perras, pues allí nos estábamos, pasando la tarde; mirando pasar la gente", cuenta Teresa.

Ramona Lorenzo sonríe mientras sostiene en sus manos el trabajo publicado.
Ramona Lorenzo, de Albarracín,sirvió  en casas de Teruel, Valencia y Barcelona .
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Al igual que ella, muchas percibieron en sus ciudades de trabajo aires de modernidad y un ambiente propicio para canalizar sus lógicas y naturales aspiraciones culturales, frustradas en su lugar de nacimiento, pero no siempre pudieron elegir. De niña, a Teresa Sáez le gustaba mucho leer. Aunque había becas, a ella no se la iban a dar y hasta su maestra lamentó que no pudiera ir estudiar. Así lo recuerda en la entrevista realizada para ‘Internas y sirvientas (1940-1975) de la Sierra de Albarracín’, donde cuenta que trabajó en Teruel, Valencia y Barcelona. "A mí me hubiera gustado quedarme en Barcelona. Te volvías más abierta y a mí me gustaba vivir allí", confiesa.

Entre sus remembranzas, Teresa no deja pasar que estuvo trabajando en Barcelona en la casa de un juez y este acudió un día anunciando que "se acabó lo de fregar arrodilladas". "Y nos había comprado unas fregonas. En el País Vasco hacía días que se veían", subraya. También evoca que, tras aprender con la señora de la casa, la compra la tenía que hacer ella en la boquería, y en catalán.

Carmen Martínez Samper, coordinadora del libro, advierte de que las dificultades y limitaciones a las que se enfrentaron en el pasado las mujeres de entornos rurales de la España de interior persisten en la actualidad dentro del sector del servicio doméstico en las ciudades, que incluye la labor de cuidador hacia otras personas. Las primeras tuvieron como denominador común no haber podido recibir una educación completa, "lo cual limitó sus posibilidades laborales y profesionales". La brecha cultural que apareció entre los hombres y mujeres de la posguerra se hizo más grande todavía porque a estas les estaba vedado el acceso a ciertos contenidos "que se sustituían por el aprendizaje de las labores del hogar para formarlas como ‘mujercitas’, aunque a ellas no les interesase", sostiene Martínez Samper.

Otra forma de vivir

Fueron varios los motivos por los que un torrente de mujeres de la Sierra de Albarracín partió hacia las ciudades a servir. Algunas lo hicieron por la necesidad económica que vivían sus familias y bajo la creencia de que su esfuerzo y sacrificio sacaría a los suyos de la pobreza; con parecido argumento, otras tuvieron que salir de sus casas para convertirse en una boca menos que alimentar. Hubo quien quiso fervientemente dejar a un lado la precariedad laboral de sus pueblos "y aspirar a otra forma de vivir, de aprender y de ser más independientes", desgrana Carmen Martínez.

No siempre tuvieron que salir del pueblo para ser sirvientas. También dentro del medio rural y de una misma localidad, aquellos que tenían más recursos que el resto solían acoger en sus casas a niñas de familias vecinas que les ayudaban en las tareas del hogar, a menudo, a cambio solo de la comida. Es el caso de ‘La Tía Rompa’, de Monterde de Albarracín. La mujer posó en 1928 para una fotografía que hoy es una de las imágenes que ilustra este reportaje. Ahí aparece tras sus dos hijos, Fausto y Ramona (encima de la silla) y junto a Enriqueta, una niña de 9 años que colaboraba con ella en los trabajos domésticos recibiendo por ello alimentación.

Curiosamente, muy en contra de las expectativas actuales, y, a juicio de la coordinadora del ensayo, con el siniestro objetivo de evitar la libertad de movimiento de las mujeres, se impuso la idea de que el matrimonio las liberaría del trabajo. Así fue como muchas de ellas "tuvieron que desempeñar labores tanto dentro como fuera del hogar durante muchos años: toda su vida", explica Carmen Martínez.

El libro persigue situar en el punto justo el papel de las mujeres rurales en la historia y, puesto que el pasado debe servirnos de lección en el presente, abordar también, como freno a la despoblación, la necesidad de tener en cuenta las aspiraciones y necesidades de las jóvenes de localidades alejadas de áreas urbanas y ofrecerles oportunidades laborales acordes con su formación. En definitiva, "restaurar los rotos de la memoria" y mejorar el presente.

La obra dibuja el contexto sociopolítico, económico y cultural de la posguerra. En 1940, casi un tercio de los hombres de Albarracín eran analfabetos y en el caso de las mujeres, casi la mitad no sabían leer ni escribir, una proporción que se repetía en los pueblos de la sierra. Como explica Pedro Saz, uno de los autores del libro, el analfabetismo tuvo una relación innegable con la realidad económica de las familias que lo padecían, que eran las más pobres y las que tenían más hijos. 

Y hay un dato revelador, las familias de los contribuyentes ínfimos –aquellos que menor cantidad de impuestos pagaban porque su propiedad rústica era muy pequeña– fueron la inmensa mayoría en los pueblos de la Sierra de Albarracín. En Toril y Masegoso, hacia 1930, el 97,7% de familias eran contribuyentes ínfimos y 50 de sus 82 mujeres no sabían leer ni escribir. 

En este escenario, Saz sitúa el testimonio de una mujer miembro de una familia con 11 hijos que, en 1933, con tan solo 11 años, tuvo que salir de su pueblo en busca de trabajo y no lo encontraba porque, incluso cuando se ofrecía para cuidar niños, más bien parecía una de ellos, al ser, por si fuera poco, delgada y no muy alta. Acabó encontrándolo en Valencia a cambio de comida y una mínima paga y aunque lo cierto es que pasaba hambre, siempre consideró que vivía mejor que en su pueblo de la Sierra de Albarracín.

Otra de las autoras de esta obra colectiva, Paula Lozano, de 24 años, aporta una perspectiva filosófica sobre la pérdida de libertad de las mujeres del medio rural al ser apartadas de la educación. Quiere que su aportación sirva para reconocer "el valor que tuvieron aquellas a las que nunca se les preguntó nada, a las que emigraron para conseguir algo más de dinero, a las que se quedaron y trabajaron para sacar todo adelante y a las que no supieron lo que era la vida hasta su jubilación".

Por las páginas del libro, bajo la firma de Estefanía Monforte, desfila la pobre escuela rural de la segunda mitad del siglo XIX y el reforzamiento del modelo social patriarcal –que atribuía a las mujeres y a las niñas una posición subordinada en la sociedad– que imperó en los colegios del franquismo. La abogada Carmen Julián incide en la idea de que el sector del servicio doméstico no ha logrado consolidar sus derechos, mientras que el sociólogo Víctor Manuel Lacambra apunta hacia los planteamientos feministas que reivindicaban la liberación de la mujer que empezaron a surgir en las postrimerías del franquismo.

Entre cuplés, boleros y tangos.

La representación artística del trabajo femenino a lo largo de la historia –abordada por Silvia Martín, licenciada en Humanidades– o las dificultades que encontraron las mujeres para su desarrollo intelectual y profesional en los años de posguerra –analizado por la filóloga Aurora Sánchez–, dan título a otros de los capítulos del libro. También tienen cabida, a cargo del escritor David Sáez, las letras de los cuplés, boleros y tangos que estas mujeres escuchaban en la radio de su señora y las coplas populares que llevaron en sus maletas antes de cruzar a un mundo nuevo.

Pero aunque silenciada durante décadas, la historia de estas mujeres merece la pena ser contada. A ellas debemos los platos tradicionales tan valorados en la actualidad, explica Carmen Martínez, cocinados con un presupuesto ajustado y siguiendo un modelo saludable, todo aprendido de sus madres y abuelas y exportado a la ciudad. Experimentadas desde la infancia en tareas muy duras, como lavar la ropa en las congeladas aguas del río o preparar la comida para toda la familia saliendo antes de terminar las clases de la mañana en el colegio, hizo que fueran muy bien acogidas en las casas a las que fueron a trabajar, donde, a menudo, no les brindaron un contrato por escrito, impidiendo que ahora reciban una pensión por jubilación. Transmitieron a sus descendientes valores tan necesarios como la fortaleza y el esfuerzo para salir adelante en las circunstancias más adversas.

A pesar de todas las penurias padecidas, muchas recuerdan su etapa de sirvientas como un tiempo feliz, posiblemente, como señala Martínez Samper, "por el desconocimiento del mundo exterior y la limitada información que les llegaba". Todas ellas vieron siempre con optimismo el futuro y lucharon por avanzar para mejorar la sociedad de la que formaban parte. Ahora, son conscientes de que también la etapa actual es muy difícil para los jóvenes. Sorprendidas de que los autores de este libro se hayan interesado por sus vidas y contentas de ser tratadas en él como parte de la historia, advierten de que olvidar el pasado impide valorar el presente y continuar hacia adelante. Quizá por todo eso sonríen, tranquilas, a la cámara.

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