RELATO ENCADENADO

Quien encuentra a su doble se pierde para siempre

Quien encuentra a su doble se pierde para siempre
Quien encuentra a su doble se pierde para siempre
ALBERTO ARAGÓN

1. Rosendo TELLO. 2. Manuel MARTÍNEZ FOREGA. 3. Javier DELGADO. 4. Miguel CARCASONA. 5. Miguel Ángel YUSTA. 6. J. Miguel BAYÓN. 7. Carmen SANTOS. 8. Luis Ángel MARÍN IBÁÑEZ. 9. Ricardo VÁZQUEZ-PRADA. 10. Enrique VILLAGRASA GONZÁLEZ. 11. Raúl TRISTÁN. 12. María Jesús LAMORA LANAU. 13. Emilio PEDRO GÓMEZ. 14. Tono RUIZ. 15. Daniel SANCET CUETO. 16. Javier BARREIRO. 17. José Ángel MONTEAGUDO. 18. Mónica GORENBERG. 19. José Antonio PRADES. 20. Francisco Javier AGUIRRE. 21. Michel SUÑÉN. 22. Ricardo DIEZ PELLEJERO. 23. Alfonso PLOU

Nos pasamos la vida buscándonos a nosotros mismos, sin saber que, al final, quien encuentra a su doble se pierde para siempre. (1)


Me decía hace tiempo que a esta reflexión -que vaga por las conciencias estéticas más modernamente de lo que pudiera deducir una reflexión apresurada- tendría que dedicarle algún momento más pausado de entre los tantos que tengo para no extraviarme. El asunto es viejo; o, por mejor decir, es antiguo, clásico. Y es ese empeño que ha puesto la psicología postmoderna en atribuir de nuevo máscaras al polisémico axioma encerrado en "el ser y el otro", como si su gesto contuviera una nueva revelación, lo que decididamente ha desatado mi continencia: ser otro sin serme. ¿Qué es?, ¿cómo deslindar la sombra que nos precede o antecede? Escribo estos sintagmas como anotación para que no se me vaya el salto al cieno.(2)


Mientras tanto, es decir, por si acaso, me apresuro a realizar las tareas cotidianas de quien hasta ahora me ha parecido claramente que soy yo mismo, o el doble más verosímil de yo mismo: abro ventanas, ordeno papeles, señalo páginas, apunto recados necesarios, los realizo, vuelvo a casa, enciendo la radio y cierro los ojos hasta nueva orden. (3)


Sin embargo, una mosca zumba a mi alrededor; se acerca y me desvela; se aleja y me cabrea. La cazo al vuelo. Una voz suplica: "No me mates". Abro la mano y la mosca tiene el rostro de Juan Ignacio Cirac. "¿Qué hace un sabio como tú convertido en mosca cojonera? ¿Acaso ha transmigrado tu cuerpo, como en la película, y te ha sucedido la misma putada?", le espeto. "No digas memeces, que esto no es ficción", me contesta. "Según la Física Cuántica, de la cual soy experto mundial, como sabe cualquiera que escuche el telediario, un gato puede estar vivo y muerto a la vez. Del mismo modo, tú no eres el que duerme sino tu otro yo simétrico, el que habita en el lado real del espejo". (4)


"Pero yo sé que estoy vivo", balbuceo angustiado, mientras la puñetera mosca se aleja con cara de sorna zumbando por la habitación. ¿Sé que estoy vivo? Me levanto vacilante, voy al cuarto de baño, me planto delante del dichoso espejo, saco la lengua. Tiene un color repugnante. Me estiro el párpado inferior, escrutando el fondo insondable de la pupila. Mi ojo parece un pez globo flotando en formol. Me tiento el vientre, las axilas, en busca de un bulto. Joder. Lo sabía. ¿Será un cáncer? ¿O será un hermano gemelo calcificado, mi doble muerto que se me ha pegado al cuerpo y se alimenta de mis huesos? (5)


El gemelo es un impostor. Y el gemelo del impostor también es ambas cosas. Y el cáncer que no me acabo de detectar no es sino un descontrol de "yoes". El gato cuántico, el que investiga si el sillón de la vida es más mullido que el de la muerte, es el único que ronronea la dudosa certeza: el verbo ser es el único reflexivo. Por lo tanto, no debería existir el ser, sino el "serse". Y uno puede "serse" de tantas maneras como el sueño de la vida le exija. Puede uno, como aquel oriental del cuento, "serse" una multitud, un mendigo en Bagdad o un triunvirato visigodo. Pero, eso sí, el nombre y el rostro son únicos e innegociables, porque el idioma, la genética y la paciencia de los dioses no son infinitos. (6)


Aproximo la cara al espejo. Me contemplo de nuevo. Nada ha cambiado. Ahí están los ojos hinchados, subrayados por sombras violáceas. La piel de pergamino. Los párpados de cera. En eso, los labios se abren. Asoma la lengua repugnante. Parpadeo, incrédulo. Alzo una mano. Me toco la boca. Está cerrada. Miro al del espejo. Aún me amenaza con su lengua inmunda. Retrocedo de espanto. El otro se ríe a carcajadas que no oigo. Una mosca zumba a su alrededor cual satélite de Saturno. Vuelvo a tocarme los labios cerrados. Golpeo el aire en busca del moscón. No hay ninguno. Siento pánico. ¿Quién es el tipo que me desafía desde el espejo del baño? ¿Se habrá rebelado el doble que me dicta mis novelas desde la caverna de mi ser? (7)


Y es que el infinito a veces se desdobla conllevando la pesantez de un oleaje de signos vulnerados, donde la vida se retracta en los espejos pluscuamperfectos, reafirmando el candor de un sotobosque que teclea la imperfección del Silencio, de ese Silencio, resonante cual beso inexistente, denotando la lasitud de un caudal de obeliscos en espera, mientras el miraje adscrito a las caravanas de los altos abismos nos abraza en un soliloquio de espirales portuarias, en espera del atrio ensimismado que realza los pedestales de la Soledad, de esa tierra inconquistada a la que el corazón acecha con el acerbo de los reclinatorios insumisos. (8)


Pero, ¿en qué estoy pensando? Me pierdo en soliloquios estériles mientras se acerca la hora en que mi vida podría dar un cambio de ciento ochenta grados. Ella me espera en el Hotel Continental o al menos así me lo anunció ayer. ¿Fue un sueño o algo que imaginé con dos copas de más? He de llegar a tiempo. Miro el reloj. Apenas me quedan cuarenta minutos para afeitarme, ducharme, vestirme y salir a la calle. Sí, lo sé; tengo bolsas en los ojos y una expresión de intenso cansancio. No se puede beber tanto. Tengo que darme prisa. ¿Y si realmente ella está allí y se cumple mi sueño de estrecharla entre mis brazos? (9)


El Hotel Continental tendrá que esperar, mis miedos me dejan amarrado al duro banco del parque de debajo de casa. No me atrevo a encontrarme con ella en su silla de ruedas. Me viene a la memoria su coche empotrado contra la palmera. Eran las cinco de la madrugada, gravitante en mi cenicero, cuando sonó el teléfono de casa. Me comunicaron que María había sufrido un accidente. Madrugada lluviosa donde las haya. Su coche había dado varias vueltas de campana. No podía moverse. Pasó siete meses en el hospital, varios con respiración asistida. Solo tenía 18 años recién cumplidos. No sé el porqué de llamarme ayer y qué hace en el Continental. Una vez más no tengo valor para dejar que se cumplan mis sueños. (10)


¿Mis sueños? ¡Qué capacidad de tergiversación de la realidad tiene la mente humana! La mente enferma de un perdido… Sueños de un loco, de un demente… ¡de un psicópata! Fueron mis perversos deseos de poseerla, de dominar su cuerpo de pecado bajo el mío, de doblegar su voluntad rebelde, los que me envenenaron. No, no fue un accidente. Mi coche aún conserva los golpes y arañazos que dan fe de mi crimen. Aunque… quizás no fuera yo, sino él, ese extraño ser del espejo, en el que no me reconozco, y que me observa con esa mirada turbia, escupida con desdén desde el fondo de unos endemoniados ojos, enrojecidos por la tristeza… ¡o la ira! (11)


Sí, estoy loco, lo sé. Y qué. Nadie me preguntó por la tristeza ni por el asco ni por la impotencia ni por el silencio ni por la soledad ni por la desdicha ni por ese aguijón que a uno se le clava a veces, cuando ya no hay retorno, cuando el salto es demasiado obsceno como para poder retroceder. Estoy loco y lo estuve. Matarla fue mi salvación; seguir viviendo, mi locura. Qué hago en este banco, en este jardín y en esta ciudad, ensombrecido por la imagen que el espejo me ha devuelto tantas veces; esta lengua blasfema y repugnante, esta pupila en la que todavía se refleja el olor a cadáver, esta axila y este bulto canceroso y este sexo; qué hago retorciéndome, buscando la piel de alguien a quien yo mismo abrasé; qué hago aquí, ante esta sombra que me persigue saboreando los fosos de mi mente. Qué hago aquí, loco. Nadie me preguntó por el llanto. Y mucho menos por la ira. (12)


Mas he de tomar una decisión. Basta de huir. He intentado escapar de la amarga realidad demasiadas veces en mi vida. Al despertar esta mañana he percibido que hoy no era un día como los demás. Mi sombra parecía someterse a una ley ajena, desconocida. Después, una tras otra, se han ido acumulando las señales: la asimetría en el espejo, el inquietante grano de la axila, la cita en el Continental… Sería fatal escurrir el bulto ahora. Ha llegado el momento crucial de asumir en uno todos los seres que me habitan, de convertir la implacable enfermedad en esperanza, de acudir a la llamada, real o imaginaria, de María. Porque había algo en ella que me pertenece, que me falta, que preciso encontrar antes de que acabe el día. (13)


Me doy cuenta de que no solo me repugna mi imagen en el espejo, sino que lo que de verdad me produce náuseas es la introspección en mi otro yo, mi yo asesino, el que intentó matarla. Yo deseé que muriera en el accidente. Ella no quería abortar. Luisa, su familia, la mía... eran muchas cosas las que se interponían. No sé qué me dirá cuando me vea. Nunca más será madre y nunca andará. Este bulto de la axila, creo que es la culpa que va creciendo. Mi desahogo llegará con su ahogo bajo un almohadón. Era preciosa, pero mi vida también lo era, hasta que me privó de cualquier sentido que no fuera ella. (14)


Y destrozo a puñetazos el maldito espejo. Puede que sea esta vez la última vez que me veo. Huir. Huir para siempre. No queda nada dentro de mis tripas, todo quedó sepultado en la fosa del olvido. Sé que me espera un horizonte que me mira desde lejos. Un horizonte de cuero. Las calles empedradas de esta oscura ciudad trepan por mis tobillos como una enredadera de hormigón. Tengo frío. Está anocheciendo. (15)


Y, cernida la noche, el gusanillo se despierta auspiciando mi imperativo categórico, mi todo interno: mi doble será de ginebra y que se amuele Artaud. Opto por el pasodoble o por el hoy llamado género que elogia 'La revoltosa'. Sí, la de la falda de céfiro y el pañuelo de crespón. Sí, la de los claveles dobles, chula de mi corazón, que irá a la verbena cogidita de mi brazo... Y así, "cogiditos", quiero vivir y morir. "Muá, muá". (16)


Suena el teléfono erizando mi presente. El sonido ha quebrado, en un instante, pasodobles y pensamientos placenteros. Ha cercenado mi capacidad de respuesta. ¿Será ella? Me levanto nervioso de un respingo, el vaso estalla contra el suelo y la ginebra besa la alfombra. Me encuentro ante el aparato, suena como un lamento continuo, como una guadaña dallando mis entrañas y neuronas. Quiero levantar el auricular pero creo que no puedo, no podría soportar su voz. Miro por la ventana y la noche se ha tragado la ciudad y también mi valentía. Divago como el príncipe Hamlet. Echo mano al teléfono y suspiro. (17)


Y nunca es quien piensas cuando coges el teléfono. Nada se resuelve. Hay que seguir esperando. ¿Cuántas horas de vida pasamos esperando? Pero nada se parece a este divagar... Las horas que paso repasando los hechos, lo que hice, lo que podría haber hecho, lo que quisiera haber hecho... No aguanto a la gente porque me interrumpe. Los fantasmas existen, porque yo hablo con ellos. El único cuidado, no perder el hilo. El punto justo de ginebra, el punto justo de... No tengo salida, pero tampoco me puedo suicidar. Desaparecer es lo único a lo que temo de verdad. (18)


¿Desaparecer? ¿Y qué dios me ampara? Porque desaparecer también es morir y no quiero la nada, necesito el dios que me dé otra vida, ya sea venturosa, tortuosa, imbuida en el pecado o llena de virtud, me da igual, porque quiero vivir después de morir, quizá reencarnado en el doble del espejo para resucitarla… ¿o no? Ella y yo podríamos vivir en la muerte después de la muerte... Aún la tengo aquí, la siento como si fuera este bulto, también la deseo como nunca y nunca la tendré más. Desapareceré para aparecer con ella en otra hondura que ampare mi contrición. La amo, la amo. (19)


Todos andaban buscándose detrás de los ojos, en la parte oblicua de sus espejos, y yo comencé a desaparecer dentro de mi propia vista, oculto en las trampas informáticas que me tendían las luces que alumbran las lunas. Entonces salió la Luna. Era casi sábado, un martes al mediodía. Solo faltaban tres jornadas completas. Fuera horrible si hubieran faltado cuatro. Un colega misericordioso acudió a mi rescate, me repescó con las mismas armas que me querían matar, me disparó con una culata huérfana de megabytes y me devolvió a esta existencia efímera en que creéis los sábados por la noche cuando está a punto de iniciarse la Semana Santa. Todas las semanas son santas porque empiezan en domingo, como manda Dios, ¿lo sabíais? (20)


Qué vais a saber, no sabéis nada. Yo he vuelto a escuchar ese mandato: la voz profunda y malsonante del recuerdo. La venganza del vacío. La expectativa del diablo.


Y así, salgo a encontrarla en la esquina del farolillo rojo, encuerada sobre zapatos negros de tacones altos y apósitos rosados. Un rostro cualquiera con cierto parecido. Una expresión confiada. El obligado acuerdo comercial para que me acompañe al callejón mientras mis manos, impacientes, aprietan semiocultas la soga impenitente.


No es a ella a quien yo busco.


Es a ese doble mío del espejo, tan cobarde que nunca se ha atrevido a quitar sus ojos de los míos. (21)


Avanzo por las callejas amparado por la inocencia de lo cotidiano. Busco en la nada. Sin embargo ocurre, encuentro mi mirada en la mirada de un escaparate. Ahí estoy, acaso me persigo. Me llevo viendo desde hace varias manzanas y no sé qué hacer. Acerco mi rostro a mi rostro espejado y algo sucede. De repente me doy cuenta de que todo cambio si ha sido es permanente, irrevocable, que la transformación es un cambio doloroso y que ahora, ya está, no soy yo. Ya no, al menos, el que era. Lo veo en esos ojos que, por fin, veo en su totalidad. Ahora lo sé: somos capaces del sueño pero también de la pesadilla. (22)


Me acerco caminando a la orilla del río, que se desliza, voluminoso, sordo y mudo, y tan acuoso como suele hacerlo. Mientras enciendo un cigarro veo la covacha de un homeless entre las malezas de la orilla. Repaso la navaja que he deslizado en el bolsillo derecho de la chaqueta y calculo la manera de acercarme al improvisado palacio del pordiosero. Creo que voy buscando una revelación. (23)


(Continuará...)


¿Ha muerto realmente Luisa?, ¿qué pasará en la habitación 333?


Mañana escriben:


J. Garrido, M. Frisa, Á. Guinda, D. Tolosa, J. L. Esteban, Á. Millán, C. Ruberte-París, L. Laínez, C. Bandrés, V. Muñoz, F. Jiménez, E. Quintanilla.