Por
  • Enrique Ester

Manuel Almor, un cura con mayúsculas

?Manuel Almor, nuevo administrador diocesano de la Archidiócesis de Zaragoza
Manuel Almor.
J. M. Marco

Acaba de fallecer en la ciudad, a la edad de 80 años, Manuel Almor Moliner, sacerdote de la diócesis de Zaragoza. Su vida que ahora se cierra cuenta, no solo para Dios, por quien se entregó con dedicación y alegría a la Iglesia desde su ordenación sacerdotal, sino también para la multitud de personas con las que trató y a las que sirvió en el ejercicio de su ministerio. Nació en Herrera de los Navarros el 6 de abril de 1942. Fue ordenado sacerdote el 26 de marzo de 1966. Incardinado en la diócesis de Zaragoza, comenzó su ministerio sacerdotal en las parroquias de Mequinenza, Fayón y Nonaspe. Posteriormente, estudió la licenciatura teológica en la Universidad de Navarra y fue enviado al zaragozano barrio de Valdefierro, donde guardan un afectuoso recuerdo de él. En 1980, el arzobispo Elías Yanes le encomendó la dirección del Colegio Santo Domingo de Silos, fundado en 1959, con la difícil tarea de adecuar, modernizar y poner al día el que entonces era el colegio más grande de Europa. Algo que realizó con una impecable dedicación y trabajo.

En 1985, tras la conversión del colegio a Fundación Canónica Obra Diocesana Santo Domingo de Silos, fue nombrado director general de la Obra Diocesana y Delegado Episcopal de la misma. Alumnos, profesores, educadores y el personal de la misma conocen de primera mano los desvelos por la que fue ‘la niña de sus ojos’. Sus grandes dotes diplomáticas hicieron de él un hombre de referencia en las negociaciones con los responsables políticos educativos, en la defensa de la enseñanza concertada y religiosa, no solo en el ámbito aragonés, sino también a nivel nacional. Su presencia era habitual en las foros educativos, hasta el punto de ser nombrado responsable de Educación y Gestión, la organización empresarial española de los centros educativos católicos. Fue capellán, a la vez, del Monasterio del Santo Sepulcro hasta 1999, fecha en la que fue nombrado canónigo de las catedrales zaragozanas. Mantuvo el cargo de director general de la Obra Diocesana hasta el año 2006, ya que fue nombrado deán-presidente del Cabildo Metropolitano en 2007, cargo que ocupó durante tres trienios. Durante su mandato se adecuaron y restauraron numerosas capillas del Pilar, así como las fachadas, los tejados y tres de las cuatro torres de la basílica.

El arzobispo Manuel Ureña le nombró vicario general el año 2011, puesto desde el cual, con ejemplaridad, dedicación y servicio, coordinó la curia diocesana, atendió el día a día de la archidiócesis y pasó a formar parte de la estructura organizativa de la diócesis en el consejo episcopal, presbiteral, diocesano, económico y en el colegio de consultores. Fue elegido, tras la renuncia de Manuel Ureña, administrador diocesano de la diócesis de Zaragoza, lo que le supuso participar en la Conferencia Episcopal hasta la designación de Vicente Jiménez como arzobispo, el cual lo mantuvo en sus cargos, al igual que Carlos Escribano, hasta hace dos semanas, cuando dejó sus tareas en la Vicaría General y pasó a ser vicario episcopal para la vida religiosa.

Me consta la gran pena que le ha producido al actual arzobispo su fallecimiento, quien destaca su “lealtad impresionante”, así como su “ayuda impagable”, en palabras del prelado. Desde 2006, fue también consiliario de la Federación Católica de Padres de Familia y Padres de Alumnos y de la asociación Salus Infirmorum, así como también delegado diocesano de Protección de Datos desde 2018. Una breve enumeración de los encargos recibidos y las misiones jerárquicas encomendadas puede dar una idea de su preparación intelectual y de su capacidad de adaptarse a las variadas y difíciles circunstancias y ambientes que tuvo que vivir.

Se diría que el presbiterio y la propia Iglesia Católica practican una especie de pudor institucional a la hora de contribuir a que la memoria de los sacerdotes fallecidos adquiera el relieve que realmente merece. Máxime, cuando socialmente no se comprende ni se aprecia y se suele desdeñar su dedicación, trabajo y el servicio que prestan a la sociedad, como es el caso de Manuel Almor, del que quiero destacar su gran calidad humana. Un hombre que poseía un fino y sutil humor, cuyo trato, a pesar de su aparente seriedad, denotaba siempre cariño y una delicadeza exquisita, así como su preocupación y empatía, a pesar de que muchas veces tenía que corregir, por sus encomiendas, a sus propios compañeros. Conozco de primera mano su solidaridad y preocupación por los sacerdotes en el caso de un compañero jubilado, ya fallecido, al que, ante la imposibilidad de poderle asistir desde la diócesis con un complemento, que ayudara a pagar los servicios que requería su enfermedad, le cedía mensualmente los estipendios de las misas que percibía en las catedrales zaragozanas. Un detalle personal y sacerdotal que da muestra de su gran corazón y su gran humanidad.

Creo que el mejor resumen y elogio que puede hacerse de Manuel Almor es afirmar que fue un cura, Cura con mayúsculas. Nunca preocupado por la ostentación, su versatilidad, cimentada en el estudio, la oración, (tantas y tantas veces se le veía rezando en silencio en la Santa Capilla), la lealtad y honestidad que demostró siempre configuraron un sacerdote que supo estar a la altura de las circunstancias, en los muchas veces difíciles y delicados momentos que le tocó vivir en la sociedad y en la Iglesia, a la que amaba, de la que formó parte y a la que sirvió hasta el anhelado momento de contemplar al Señor cara a cara.

Descansa en paz, Manolo, gracias, hasta siempre, y no te olvides de interceder ante la Virgen y la Trinidad por tus compañeros, tu diócesis y por la comunidad educativa a la que tanto amaste.

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