El Pilar: fervor y sentimientos

Además de ser un templo para los católicos o un monumento arquitectónico para los laicos, es un espacio sentimental donde nos encontramos los zaragozanos.

Vista de la Basílica del Pilar, el puente de Piedra y el de Hierro
Vista de la Basílica del Pilar, el puente de Piedra y el de Hierro
HERALDO

Toda la ciudad de Zaragoza cabe en el Pilar. ¿Toda? No, pero casi. Porque el Pilar, además de ser un templo para los católicos o un monumento arquitectónico para los laicos, es un espacio sentimental donde nos encontramos los zaragozanos.

En ese espacio sentimental transcurre buena parte de nuestras vidas. Al fin y al cabo, muchos de los caminos de la ciudad desembocan en la basílica o en su plaza. El Pilar es cristal, atalaya y espejo. Desde su torre se tiene una panorámica líquida de la ciudad y del Ebro, y a veces verlo es el mejor tónico para el alma: cuando volvemos a la ciudad tras una larga ausencia y adivinamos su silueta recortándose ante el cierzo nos sentimos plenos y reconfortados. Ya estamos llegando a casa.

Los infanticos nos pasan por el manto de la Virgen cuando casi no hemos abierto los ojos al mundo y, a partir de ese momento, volvemos una y otra vez a la basílica, aunque cambien las costumbres, aunque ya casi hayan desaparecido las palomas de la plaza (¿quién, con plata en las sienes, no ha pasado muchas tardes de domingo corriendo detrás de ellas?); o aunque no se puedan encender velas en su interior. El Pilar ya no huele a incienso y cera de abeja, pero tampoco importa. Cambia lo accesorio, lo importante permanece.

Tanto pesa su espíritu de lugar de encuentro, que el templo sirve tanto para el creyente como para el supersticioso. Se reza en la capilla de San Judas Tadeo pidiendo algún imposible, y se atravesaba el famoso pasaje conteniendo la respiración y confiando en que se conceda el deseo que se ha imaginado.

El Pilar es un palimpsesto, y a través de los siglos hemos ido escribiendo nuestra historia en él. La pequeña capilla que mandó construir la Virgen María se hizo mozárabe y románica, gótica y mudéjar, para acabar doctorándose en el barroco: 130 metros de largo por 67 de ancho. Allí cabe toda Zaragoza, o casi, y caben también mil libros de historia: el templo fue bombardeado durante los Sitios de los franceses, y sobrevivió; también le arrojaron bombas durante la cruenta guerra civil, y sobrevivió. O las metieron dentro de sus paredes para hacerlas estallar. Y tampoco hubo que lamentar una catástrofe.

Ha dominado riadas poderosas o subterráneas. El agua, que tanta vida da a la ciudad, ha amenazado con tumbarlo varias veces a lo largo de los siglos. Y ha podido sortear las amenazas de ruina. Los zaragozanos, siempre, han estado atentos a que nada grave le pasara. Tanta vida tienen sus muros como historia la ciudad. Y, lógicamente, son multitud los que creen que la Virgen que habita entre sus muros, extiende su manto protector sobre todo Aragón.

El Pilar es, antes que nada, el principal santuario mariano del mundo. Y así lo han reconocido papas como Juan Pablo II o Juan XXIII –que estuvo en la capital aragonesa cuando aún era el cardenal Ángelo Roncalli–, que se han puesto a sus pies para rezarle con la máxima devoción.

Y es así porque en su interior está la Columna de jaspe, rodeada por un forro de bronce y plata, y con un óculo abierto para que más de cuatro millones de labios la besen cada año. Nadie pasa por Zaragoza sin ir al Pilar y, si es católico, sin rendir homenaje a la Columna. Ella es el punto de partida de todo, la razón de ser del edificio. Sostiene la imagen de la Virgen, de tan solo 36 centímetros. Y es costumbre que todos los años, el 12 de octubre, luzca la espectacular corona con más de 10.000 topacios, amatistas y perlas que elaboró la casa Ansorena a principios del siglo XX en Madrid. La lleva también el 2 de enero, cuando se conmemora su llegada a Zaragoza, o el 20 de mayo, día en que se celebró su coronación. Son, también, los tres momentos del año en que la Virgen no lleva manto.

Los mantos son expresión de su universalidad. Porque vírgenes del Pilar hay en Flandes y en Buenos Aires, en Katanga y Recife, en Chicago e Hiroshima. Y se conservan mantos bordados por reinas de España o por humildes zaragozanas; los han ofrecido desde el colectivo de aficionados a la papiroflexia a una tribu de indios norteamericanos.

La Virgen del Pilar es todo esto y más. Nada puede ser o existir en la ciudad si no ocurre ante la Virgen, en su templo o en la plaza que se abre ante ella. El Día de la Hispanidad la plaza estará llena en una Ofrenda, que en 2018 cumplirá 60 años pero que es tan ‘tradicional’ como si se hubiera estado celebrando desde la noche de los tiempos.

En esa misma plaza pasan, también, muchas cosas. Con los primeros fríos se instala allí el monumental belén navideño; en el insoportable estío, los turistas se sacuden la galbana refrescándose los pies en la fuente. Por ella correteó, feliz y radiante, Carmen Sevilla tras casarse con Augusto Algueró; tan solo unos años procesionó allí, asimismo multitudinariamente, el corazón de Santa Gema Galgani. En la plaza se celebran desfiles militares y conciertos multitudinarios; es meta de competiciones atléticas y escenario de pregones festivos; espacio de reivindicación y de gozo; de celebración y de diálogo.

Y a pocos metros de allí, en su camarín, sigue la Virgen, inmutable, honrada por sus infanticos y mecida por sus fieles. Abraza a los zaragozanos en los momentos difíciles (¿quién, con plata en las sienes, no ha acudido a ella para encontrar alivio para una enfermedad, o buscando suerte para un examen decisivo?); y en las alegrías, bendiciendo nuevas parejas y niños que abren los ojos al mundo; agradeciendo las ofrendas de los triunfos deportivos y consolando enfermos y angustiados.

Porque en el Pilar, su Pilar, cabe casi toda Zaragoza.

O casi.

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