Una visita al Guernica

Habíamos quedado, íbamos con tiempo y estábamos delante del museo Reina Sofía. "¿Entramos?", me preguntó. Me pareció un buen sitio para pasar un rato, así que paseamos por las salas del antiguo hospital madrileño y terminamos, cómo no, frente a la negra desolación del Guernica.


Allí, delante del cuadro que pintó Pablo Picasso para denunciar los horrores de la Guerra Civil, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para que no se me notaran las ganas de llorar. Me daba vergüenza que alguien me viera. Pero era difícil reprimir el sollozo ante aquel enorme cuadro: qué forma de pintar la barbarie, qué angustia la de esos seres retorcidos, la de esa madre que grita con el cuerpo inerte de su hijo en brazos.


El Guernica emociona siempre, pero esta vez me removió algo nuevo. Me dio miedo. Me asustó pensar en el mundo que estamos construyendo, en las consecuencias que tendrá en los próximos años el avance de la extrema derecha que viven Estados Unidos y Europa, en la pérdida de libertades que soportamos resignados, a cambio de una supuesta –y casi siempre imposible– seguridad.


El Reina Sofía expone el cuadro junto a revistas, panfletos y obras de arte de la época. Todas unidas por el hilo de la Guerra Civil, aquel conflicto que partió en dos un país y cuyas consecuencias aún humean a veces, casi un siglo después de su inicio y del de la II Guerra Mundial.


Y pensé en lo frágil que es la paz, en lo fácil que es alimentar el miedo, como hacen muchos partidos ultra. Y en las trágicas consecuencias que casi siempre han tenido políticas como estas.


Esta semana ha muerto  Zygmunt Bauman y ahora que muchos alientan el odio a los inmigrantes y quiere muros y vallas para cerrarles el paso, está bien recordar cómo  el pensador polaco alertó hace años de lo que estaba pasando en las sociedades occidentales: "Hemos reemplazado la solidaridad por la sospecha", dijo. Y la sospecha solo trae más miedo y más inseguridad. Hacemos mal en olvidarlo.