Incertidumbre hasta el final

El Real Zaragoza es superado en todos los órdenes por Las Palmas, equipo que entrena Paco Herrera. El conjunto aragonés deberá luchar por la sexta plaza hasta el último día. La Ponferradina está ahora a un punto.

En términos de deseos o de aspiraciones colectivas, ayer fue el día en que el Real Zaragoza debió atar la sexta plaza en la campaña regular y, por tanto, la participación en la próxima promoción de ascenso a Primera. Pero entre las intenciones y la realidad siempre media un trecho. A veces, esta distancia incluso puede ser amplia. Ayer, por ejemplo, fue así: extensa, de dimensiones considerables. Las Palmas se comportó en La Romareda como un equipo que opta con argumentos de peso a subir a la élite del fútbol español. Hasta se dio el lujo de emplear a un histórico de este deporte, a Juan Carlos Valerón, al que La Romareda le rindió tributo por lo mucho y bueno que ha aportado en su dilatada trayectoria. El Real Zaragoza, por el contrario, resultó otra cosa. No se pareció al bloque sólido que jugó en Valladolid hace siete días. Devino en un sucedáneo, en una versión claramente inferior.


Fueron suficientes unos pocos minutos de fútbol para calibrar qué iba a dar de sí el choque. Araujo, delantero centro de Las Palmas, sondeó las debilidades de Mario y Rubén por el centro de la defensa en sus dos primeras carreras, y a la siguiente encontró lo que buscaba: un mano a mano frente a Bono.


Cuando se le presentó la ocasión, ejecutó la acción con precisión fría, sin alteración de sus constantes o de su ánimo. Esperó a que la enorme envergadura del portero marroquí se viniera abajo, para picarle un poco la pelota en la salida, con sutileza. Había transcurrido poco más de un cuarto de hora de juego.


De nada le estaba sirviendo a Ranko Popovic la idea táctica con la que partió, una defensa de cinco hombres y un doble pivote en el centro del campo de corte más defensivo que ofensivo, compuesto esta vez por Dorca y Natxo Insa.


Si esta disposición de sus jugadores le dio un provechoso resultado en el estadio José Zorrilla, en esta ocasión era poco más que un parapeto de cartón piedra. A los futbolistas de Las Palmas no les suponía ningún problema, ya se movieran por dentro o recurrieran a incursiones exteriores, hechas a través de los laterales. Por todo el frente encontraban huecos. Recurriendo a su sola calidad y a un aseado manejo del balón tenían más que suficiente para acercarse con ofensivas profundas y peligrosas.


A Popovic, escarmentado por la experiencia del partido disputado el pasado mes de enero en el estadio Gran Canaria, se le pintó tan negro el horizonte que ordenó un cambio general de sistema. Adelantó a Rico al centro del campo y dispuso una línea de cierre de cuatro piezas.


En esas estaba, tratando de acomodarse con otro guión, cuando Jonathan Viera, uno de los mejores jugadores de la categoría, tomó el balón pegado a la banda y empezó una carrera hacia la puerta de Bono. Salvó a Eldin y ya no encontró más oposición. Desde el borde del área disparó un cañonazo, al que Bono no pudo dar respuesta. La Romareda enmudeció, presa de la realidad. A nadie escapaba el origen de la diferencia que se veía sobre el césped del vetusto estadio municipal zaragozano. De modo breve puede decirse así: Las Palmas es mejor equipo.


Baste decir que no hubo forma de que el Real Zaragoza le hiciera daño en toda la primera mitad, ni tan siquiera de inquietarle o de hacerle sentir que tenía delante un rival poderoso que jugaba en su feudo y apoyado por los suyos.


Hasta ese punto meridional, el partido no fue en verdad un encuentro entre iguales, sino un choque entre bloques que comparten categoría. El Real Zaragoza no fue capaz de construir una sola y verdadera oportunidad de peligro. Se retiró al periodo de descanso inédito en esta faceta.


El conjunto insular había superado a la escuadra aragonesa en todos los órdenes del juego, en las cuestiones que atañen a los aspectos individuales del fútbol y, asimismo, en aquellos factores que apelan al orden colectivo. En los vestuarios, Popovic volvió a repensar el modo de jugar frente a Las Palmas. Apostó por Jaime, retirando del escenario a Rubén y devolviendo a Rico a la defensa.


Quizá ese movimiento cambiara algo. Pero no se notó, acaso porque Paco Herrera también había realizado su lectura de cómo iban las cosas y decidió variar el modo de emplear a su equipo. Ya no iba a ser un claro dominador del juego, sino un bloque que iba a entregar la pelota y la iniciativa, para que el desgaste lo sufrieran las piernas de otros.


Esta medida de Herrera supuso un ‘shock’ para el Real Zaragoza, que hace tiempo que abandonó cualquier intención de fondo de jugar con el balón como auténtico aliado y que se inclinó por competir con herramientas clásicas de la Segunda: intensidad, sacrificio y salidas veloces en busca de los futbolistas de arriba, donde se acumula talento, unas veces destilado por las botas de Jaime, otras de Eldin, otras de Pedro y las más por Borja Bastón, ayer ausente.


La pelota se convirtió en un problema sobrevenido para el Real Zaragoza. Por momentos, no supo qué hacer con ella, consumiendo la paciencia de los espectadores. Sonaron pitos, que no eran de crítica, sino de desesperación. La Ponferradina ganaba.


Ranko Popovic, entre líneas, habló del calor como uno de los factores que condicionaron la tarde. También apuntó con su verbo a las circunstancias que le maniataron a la hora de formular el once inicial; es decir, las bajas de Jesús Vallejo, Borja Bastón y Basha. El técnico serbio no quiso adentrarse en otro tipo de consideraciones, simplemente porque no puede. Es entrenador de su equipo, de un grupo de futbolistas que es propietario de la sexta plaza y que depende de sí mismo. De ellos cuelga Popovic, como también está ligada a su rendimiento la felicidad del zaragocismo o el porvenir más o menos estrecho del club.