La guerra, el caballo rojo del Apocalipsis

La guerra amenaza también a Europa.
La guerra amenaza también a Europa.
Annette / Pixabay

Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que de forma críptica y tremendista describió san Juan Evangelista en el último libro de la Biblia, han asolado constantemente a nuestra generación global. Setecientos millones de seres humanos pasan hambrunas; hemos sufrido esa versión moderna de la peste en forma de la pandemia del coronavirus y de otras enfermedades que se ceban en poblaciones desfavorecidas; el terrorismo enloquecido ha llevado la muerte indiscriminada a miles de ciudadanos inocentes… Y por fin, la guerra, el último jinete en la visión apocalíptica, no ha dejado de aparecer presentándonos todos los días esas tremendas imágenes de destrucción y desolación en guerras que, eufemísticamente, hemos dado en denominar como ‘locales’, pues están lejos de nosotros y forman parte habitual de los telediarios que consumimos con toda naturalidad. Como si no fuera con nosotros.

Pero héteme aquí que se empieza a oír a lo lejos el cabalgar del caballo rojo que podría encaminarse hacia nosotros agitando todas las calamidades de la guerra, toda la crueldad de la violencia y la sinrazón, toda esa destrucción de que es capaz el ser humano.

Porque de un tiempo a esta parte en Europa, esa Europa refugio del confort y la prosperidad, esa isla de paz relativa, se empieza a hablar de guerra, de la guerra, de una guerra cercana, posible, temible. Las autoridades europeas, los líderes de algunos de sus países principales, hablan sin tapujos de que una guerra no es descartable en nuestro suelo; de que hay que prepararse, de que hay que rearmarse. Si quieres la paz, prepara la guerra, se ha dicho siempre; pero quien prepara la guerra acaba por hacerla; limitada o global, pero acaba por hacerla. O por sufrirla, que al final viene a ser lo mismo.

En situaciones tensas y delicadas como las que ahora vivimos, tan cercanas al abismo, son importantes y necesarios estadistas de temple, capaces de entenderse entre sí y de evitar que se llegue a la tragedia que supone una guerra; pero una mirada hacia las cancillerías que dominan el mundo es verdaderamente desoladora, mires a donde mires, por lo que el nivel del riesgo pasa de posibilidad a certidumbre.

Nuestra generación de españoles y de europeos ha vivido la etapa de paz más larga de la historia y hemos tenido la suerte de no conocer los horrores de una guerra. Por eso nos deberían inquietar sobremanera esos tambores lejanos que presagian que nos aguarda vivir algo en lo que nunca pensamos que podría ocurrir. ¿Y qué mundo, qué ilusiones, qué creencias van a quedar después para quienes nos sucedan?

¿Qué se puede hacer? Como ciudadanos, somos víctimas de decisiones en las que no podemos influir y nos toca vivir entre el miedo y la esperanza, arrancados de esa zona de confort en la que nos creíamos instalados para siempre. Y pedir, a poco creyentes que seamos, que Dios nos coja confesados.

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