Isabel Preysler, una princesa sola en su castillo de Villa Meona

En la serie hay cierto aire de decadencia, de fin de época, de melancolía por lo perdido y de tristeza ante lo inevitable.

Fotograma de 'Isabel Preysler. Mi Navidad'
Fotograma de 'Isabel Preysler. Mi Navidad'
Disney

"Es una gran narradora", le dijo Vargas Llosa a Isabel Preysler en los tiempos en los que compartían amor y Buchinger. Tenía razón el peruano, porque Isabel lleva más de cincuenta años contándose a sí misma en las revistas. Lo hace, además, utilizando el mismo estilo literario que García Márquez, archienemigo de Vargas Llosa: el 'realismo mágico'. Y en ningún lugar del mundo hay más magia que en Disney+. Qué apropiado.

Como cualquier otra princesa Disney, Isabel también tiene un castillo: Villa Meona. Y sí, queremos verlo otra vez, aunque ya lo analizáramos en su momento en aquella exclusiva de ¡Hola! de 32 páginas a todo color, incluyendo la caseta del perro con calefacción. A pesar de eso, ahí estamos, esperando nuestra dosis de mandanga de la buena. Pero mandanga hay poca: entre el desayuno inicial y el deseo final de Isabel convertida en Miss Manila ("Que se paren todas las guerras"), la nada más absoluta.

No hay nada porque Isabel no hace nada. Para qué, si todo se lo dan hecho. Y es que Isabel tiene ayuda. Mucha. Tanta que, al principio del documental, nos presentan al servicio. Si no fuera porque es en color, creería que estoy viendo 'Roma', la película de Cuarón. Aparecen Rafael, el chófer; Elías, el mayordomo, y Ramona, la cocinera. Hablan acerca de lo buena y generosa que es la señora. Es ese servicio de 'Downton Abbey', orgulloso de servir a la casa. "Son parte de la familia", dice Isabel. Ay. Pero ahí no termina el equipo, porque Preysler es una 'pyme': por allí andan Alicia, su secretaria; y Blas, su entrenador personal; y Chus, su profesora de yoga, y Cris, su estilista, que le lleva algunas joyas y un burro lleno de vestidos para que elija. "Te he preparado unas cositas", le dice. Y le da una chaqueta bordada de Armani. Una cosita. Sí, definitivamente su reino no es de este mundo.

Lo único que hace Isabel es desayunar porque nadie (todavía) puede ingerir alimento por ella. Maquillada (no olvidemos que ni 'docu' ni 'reality', esto es una ficción) simula estar recién levantada con una bata que a Carmen Lomana le parece vulgar y que yo me pondría para ir de fiesta. Sobre la mesa, los periódicos y el desayuno, o lo que sea eso: agua caliente con lima, zumo de pomelo, kiwi, pomelo en fruta y semillas de lino. Y agua de Jamaica, que no va a ser agua del Manzanares. Después, el chófer la lleva a Massumeh, su centro de estética desde hace más de 30 años. Porque una puede ser infiel a los hombres, pero no a su esteticista.

¿Y la Navidad?

Pero ¿y la Navidad? Pues poca hay. Un árbol, una elección de cubertería, el mayordomo y el chófer limpiando la plata y poco más. Será porque se grabó en junio y tiene que dar mucha pereza montar ese lío en pleno verano. A cambio, imágenes caseras de tiempos pasados y felices, mini intervenciones de Tamara y de Ana, videoconferencias con Chábeli y Julio José y el recuerdo de Miguel Boyer sobrevolando todo el programa. A Mario, ni agua. Ni de Jamaica ni del Manzanares.

Pero Preysler también es humana. El bótox le ha helado el gesto, pero no el sentimiento: al hablar de sus nietos muestra cierta alegría. Le gusta ser abuela, aunque no envejecer: "Es una lata", dice. Claro, como el trabajar. Tampoco le gustan tanto las fiestas como antes. "Si yo estuviera sola, sin niños, no celebraría la Navidad como la celebro". Mira, Isabel es de las que también quieren acostarse ahora y levantarse el 7 de enero. Pero las penas con pan son menos. Y con servicio, ni les cuento.

En 'Isabel Preysler. Mi Navidad' esperaba ver un mayordomo con una torre de Ferrero Rocher, una familia alrededor de la mesa bajo la lámpara de cristal de La Granja, un abrir regalos carísimos y un sinfín de "ideal" y "fenomenal" y "thank you, mommy" salpicados de champán y caviar. Pero no hay nada de eso. Lo que hay es cierto aire de decadencia, de fin de época, de melancolía por lo perdido y de tristeza ante lo inevitable. Isabel, aunque siempre tenga compañía, ya sea gratis o pagada, es una princesa sola en su castillo.

En la vida real, en cambio, Isabel se va a Miami a pasar la Nochebuena con sus hijos. Me alegro. Porque si sus Navidades son tal y como se recrean en la serie, qué pena. Prefiero nuestro realismo, a pesar de que sea más sucio que mágico, a pesar de que tengamos que pedirle sillas al vecino, mezclar vajillas y cuberterías, quitar las etiquetas de los vasos de Nocilla para alargar la cristalería y tirarnos tres días moviendo muebles, limpiando, planchando manteles y cocinando. Bueno, también es verdad que no me importaría tener una Ramona en mi vida. Ni un Elías.

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