obituario

Miguel Ángel Ruiz Conde, un hombre ejemplar y un médico excepcional

El galeno, jefe del Servicio de Ginecología del Hospital Miguel Servet de Zaragoza, desarrolló en el centro hospitalario su fecunda vida profesional.

Miguel Ángel Ruiz Conde
Miguel Ángel Ruiz Conde
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El pasado miércoles nos despertábamos con una tristísima y desoladora noticia: el fallecimiento de Miguel Ángel Ruiz Conde, jefe del Servicio de Ginecología del Hospital Miguel Servet de Zaragoza en el que desarrolló toda su fecunda vida profesional. Una desaparición demasiado dolorosa, demasiado abrupta, demasiado inesperada, cuando tanto podía aportar todavía al ya sólido prestigio de la ginecología aragonesa que él mismo contribuyó a cimentar.

Nacido en Castejón de Valdejasa hace 62 años, siempre quiso ser médico, vocación que refrendó cuando en el internado donde estudiaba el bachillerato leyó a Santiago Ramón y Cajal. A su inspiradora trayectoria sumaba el hecho de que el Nobel aragonés hubiera ejercido unos meses en Castejón, su propio pueblo, donde Miguel Ángel tendría también su primer trabajo como médico tras licenciarse y doctorarse en Medicina y Cirugía en la Universidad de Zaragoza. Tras hacer prácticas en los hospitales Clínico y Provincial de Zaragoza, eligió la especialidad de Ginecología, su asignatura preferida durante la carrera, y en la que realizó el MIR, entre 1989 y 1992, en el Hospital Miguel Servet bajo la tutela del doctor Lanzón, a quien tanto afecto le profesó siempre y a quien sustituiría en la jefatura de servicio a su jubilación. Antes había completado sus estudios en Francia, en la Universidad Clermont-Auvergne, de Clermont-Ferrand, en la que obtuvo el Diploma Universitario Europeo de Endoscopia Operatoria en Ginecología. Fue un jefe de servicio muy querido, por su sentido de la justicia, por su carácter dialogante y templado y por su cercanía con todos.

Miguel Ángel, como otros muchos compañeros de su misma generación, había sido testigo de la gran revolución de la Ginecología. A lo largo de más de treinta años, vivió el primer parto con anestesia epidural en la Maternidad de Ruiseñores; el primer parto de una fecundación in vitro o las novedades en ecografía, anticoncepción o cirugía laparoscópica, aunque aseguraba que lo que más satisfacción le producía era resolver los casos más complejos en cirugía oncológica.

Miles de pacientes

De hecho, su gran aportación a la medicina aragonesa se ha centrado sobre todo en los tratamientos de cáncer genital y de mama. Trató a miles de pacientes, a las que atendió con los últimos avances que se producían en la especialidad. Y pasó de las cirugías más invasivas a las últimas intervenciones, más individualizadas y certeras, siendo uno de los grandes especialistas en la más avanzada cirugía laparoscópica. Pero eso procuraba que fuera siempre el último recurso. Miguel Ángel se esforzaba en transmitir el mensaje de prevenir la enfermedad, con una vida saludable y revisiones periódicas completas.

Como jefe de Servicio, estaba totalmente comprometido con su hospital, donde trabajaba intensamente para mejorar las prestaciones de su Servicio, impulsar las nuevas tecnologías y potenciar el Grupo de investigación de Oncología Ginecológica. Todo ello con un único objetivo: mejorar la salud de las mujeres que requerían sus cuidados. Su vocación y generosidad la han conocido bien las socias de AMAC-GEMA, la Asociación de Mujeres Aragonesas con Cáncer Genital y de Mama, y también las de Asaco, la Asociación de Afectadas por Cáncer de Ovario, con las que colaboraba para difundir la cultura de la prevención y compartir con ellas la esperanza que traían las nuevas terapias.

Lamentablemente, para él no hubo tratamiento en su enfermedad, pese a los enormes esfuerzos del equipo de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Miguel Servet, y cuesta superar la conmoción que ha producido su repentino fallecimiento. Por supuesto en su familia, de la que nos sentimos parte. Pero también en la sanidad aragonesa, donde era una pieza clave y un ejemplo por su vocación, entrega y excelencia profesional. Sin duda, su adiós deja un vacío enorme entre sus pacientes, muchas de las cuales acababan incorporándose al círculo de sus amistades pues no ponía barreras entre el tratamiento médico y las relaciones humanas. También en esa faceta lo hemos conocido, querido y admirado.

Fue un hombre bueno y honrado, que vivió para el trabajo y para su familia. Un hombre de extracción humilde, que con enorme dedicación y esfuerzo llegó a lo más alto de su profesión. Zaragocista empedernido, de los que jamás faltaban a su cita con La Romareda, no ha podido ver de nuevo a su equipo en Primera. Tampoco hará los viajes que aún tenía pendientes, esos pocos días de verano en los que disfrutaba a fondo con Felicidad Peña, su mujer, con la que formaba un gran equipo, y con sus hijos, Ana, ya ginecóloga como él, y Alberto, egresado de la Facultad de Ciencias de la Actividad Física y del Deporte, que ha hecho de este su forma de vida. Pendiente ha quedado una cita en su casa familiar de Castejón, con su hermano Andrés, escabechados mediante, y que habrá que celebrar en su memoria.

Es difícil el consuelo, aunque ayuda el saber que todo lo vivió y disfrutó intensamente, y que dio siempre a los demás lo mejor de sí mismo. Salvó muchas vidas, pero ahora no hemos sido capaces de salvar la suya. Se ha ido demasiado pronto y nos ha dejado a los muchos que lo queríamos solos y a la intemperie. Nuestro reto será a partir de ahora tratar de seguir su ejemplo y aproximarnos lo más que podamos a su bonhomía y profesionalidad. Descanse en paz un hombre ejemplar y un médico excepcional.

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